La pandemia nos ha brindado la oportunidad de compartir más en familia, mientras no hemos dejado de buscar los medios para sostener la misma, encontrando nuevos modos de realizar nuestro trabajo. Esta circunstancia ha facilitado encontrarnos cara a cara compartiendo un alimento en la mesa del comedor o un espacio de nuestro hogar para cumplir con nuestro trabajo y a nuestros hijos en su deber de sacar sus estudios lo mejor posible.

 

A través de estas líneas quisiera compartir con ustedes la importancia que tiene para fortalecer la familia el convivir en la mesa”; en el perímetro tan modesto como las cuatro paredes del hogar, ya que esos momentos de unidad y de diálogo son el “alimento” necesario de la misma y nos brindan esa paz fruto del orden.

 

Sí, nuestra paz no descansa en simplemente habernos alimentado como una  querida mascota sino en buscar seguir el proyecto divino que existe para la familia resumido en estos dos puntos interconectados: (1) hemos sido creados para amar y ser amados, y esto se realiza en el “seréis una sola carne” (Gn 2, 24) de varón y mujer, un don de sí enriquecedor y fecundo, que se abre a nuevas vidas que es el matrimonio, configurado como entrega recíproca, como llamada al amor; y (2) “Creced, multiplicaos y dominad la tierra” (Gn 1, 28). Aquí aparece la conexión entre familia(“multiplicaos”) y trabajo (“dominad la tierra”), inseparablemente unidos en un mandato único. Es decir, desde que Dios crea al hombre deja clara la obligación de trabajar, y también el sentido profundo del trabajo: no se trata de la mera realización personal, un capricho o un pasatiempo, sino de transformar la tierra para convertirla en hogar. Desde el origen de la humanidad, trabajo y familia van unidos y el sentido del trabajo no es otro que servir a la familia. Es una forma de entrega, como lo era la de los esposos Adán y Eva, un don de sí y nunca un don para uno mismo.

 

Este sentido del trabajo no sólo evita una ruptura entre familia y trabajo, sino que resuelve el dilema: ¿trabajo o hijos? Por otra parte, la pérdida del sentido de la familia conllevaría la pérdida del sentido del trabajo. Si el trabajo se deja de concebir como un servicio para la familia pasa a concebirse como un fin en sí mismo, dando lugar a hogares rotos, desatendidos, o carentes del calor de familia. En cambio, cuando se busca el trabajo como servicio a la familia se obtiene el sentido genuino de la familia y, a la vez, el sentido genuino del trabajo.

Esto es una tarea común que compete a todos los miembros de la familia. La casa no es sólo cobijo para descansar y volver al trabajo, sino el lugar del amor sacrificado, escuela de virtudes, y la mejor respuesta al mandato de “creced, multiplicaos y dominad la tierra”. Si el centro del hogar es el amor de los esposos que transmite vida y se irradia a los hijos, sus ejes son el lecho conyugal y la mesa, entendida ésta como espacio de convivencia entre padres e hijos y entre hermanos, ámbito de acción de gracias a Dios y de diálogo. Es significativo que los ataques más duros que está sufriendo la familia se producen ahí: en el primer caso, desde el hedonismo y la ideología de género, que separan los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal; y en el segundo, a través del ruido generado por el mal uso de la televisión, internet y otras tecnologías que tienden a aislar a los adolescentes, impidiendo su apertura a los demás.

Devolver su categoría a la mesa es una forma de recuperar el ambiente de hogar. En la mesa confluyen los dos elementos del doble mandato del Génesis: la familia, padres e hijos –“creced y multiplicaos”–, y el fruto del trabajo –“dominad la tierra”–. La mesa brinda la ocasión de agradecer al Creador el don de la vida y de los dones de la tierra. Es diálogo con Dios, también a través de la materialidad de los alimentos que recibimos de su bondad; y tiene una decisiva función educativa y comunicativa: los hijos se nutren con comida, y también de la palabra, de la conversación, del debate de ideas y hasta de los roces y discusiones que contribuyen a forjar su carácter. De ahí la importancia de dedicar un tiempo diario y específico a la mesa. Si no es posible desayunar o almorzar juntos, al menos conviene reservar la cena para propiciar ese espacio de diálogo y convivencia. Así, sin salir de las cuatro paredes del hogar se puede transformar el mundo.

Lcdo. Javier Font Alvelo

Para El Visitante

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