Fue en el año 1975 cuando el Cardenal François-Xavier Van Thuan fue arrestado por el gobierno comunista, y enviado a un campo de reeducación. Esto a pocos meses de haber sido nombrado Arzobispo coadjutor de Saigón. Sin juicio ni sentencia, pasó 13 largos años encarcelado, 9 de ellos en confinamiento solitario.
En ese momento, su vida se dibujaba como una truncada por la desesperación y la insuficiencia. El Señor le fue despojando de todo, poco a poco, hasta dejarle tocar el abismo más profundo de la impotencia. Sin embargo, su testimonio y entrega estaban marcados por hechos heroicos que portaban una fuerza transformadora extraordinaria. Dios le hacía alegre y libre, y por eso siempre mostraba esperanza, optimismo y serenidad. Con su testimonio de fe y de amor llevado hasta el extremo, transformó la vida de muchos. Se abandonó completamente a un amor que lo rescató, y que le descubrió una libertad interior que no podía quitarle ni el enemigo, ni la muerte, ni la debilidad, ni mucho menos la prisión. Y así, construyó su vida convencido de que la historia de Jesús no termina en la cruz, sino en la resurrección.
Con el testimonio de vida del Cardenal Van Thuan podemos ver reflejada la acción de Dios en la vida de sus hijos. Un quehacer de Dios en el cual se ve reflejada en un caminar lleno de esperanza. Una esperanza que no es un concepto, ni mucho menos un sentimiento. Una esperanza que es una persona, es el Señor Jesús que lo reconocemos vivo y presente en nosotros y en nuestros hermanos, porque Cristo ha resucitado. Una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta, y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Benedicto XVI, Spe Salvi). Entonces, comprendemos que de esta esperanza no se deben dar tantas razones a nivel teórico, con palabras, sino sobre todo con el testimonio de vida, dentro y fuera de la comunidad cristiana.
La historia de Van Thuan no es una fábula, sino la vida de un hombre de carne y hueso, con una esperanza inquebrantable. Su testimonio de amor y entrega está dirigido a todos, pero de manera muy especial a aquellos que experimentan diversas maneras de encarcelamiento o encierro. Es decir, a los que hoy día están confinados de diferentes maneras: rencor, miedos, inseguridades, obsesiones o adicciones cotidianas (al consumo, al qué dirán, al perfeccionismo, al dinero, a las prisas, a la tecnología). Pequeñeces, si observamos bien, pero insignificancias que van dañando la vida, y desdibujando la imagen de Dios en nosotros.
Una de las peores cárceles es el rencor, el resentimiento. El ir arrastrando pesadas y dolorosas cargas de odio y antipatía en contra de aquel, o de aquellos que nos han herido. El vivir con rencor no es vivir ya que difícilmente cuando se vive con resentimiento se podrá estar en armonía con uno mismo y con los demás. El Papa Francisco en su mensaje con motivo de la XXXI Jornada Mundial de la Juventud 2016 afirmaba: “¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices. Conviene perdonar porque de lo contrario el sufrimiento será doble. Primero, por la ofensa recibida; y segundo, por el veneno que trae consigo el rencor, y que causa “cáncer” en nuestra alma.
La cuestión del perdón se complica aún más cuando no tenemos claro su significado. Habitualmente, se quiere colocar el perdón en el plano de lo emocional, pero el perdón no pertenece a la emoción, sino a la voluntad. Justo eso es el perdón -al igual que el amor- un acto de la voluntad. Perdonar es cancelar la deuda moral que alguien contrajo con nosotros, y así quedar libres de cualquier rencor; porque el perdón es el secreto de la verdadera libertad. Mientras más grande sea la ofensa cometida, más grande será la necesidad de perdonar, y de ser perdonados. Cuando se perdona de corazón se vuelve a ser libres para amar en plenitud. Por eso muy acertadamente San Agustín aconseja: “Si un hombre malo te ofende, perdónalo, para que no haya dos hombres malos”. De la misma manera, San Juan Crisóstomo recordaba que: “Nada nos asemeja más a Dios que el estar siempre dispuestos a perdonar”.
Perdonar no es olvidar, es recordar sin dolor, sin amargura, sin la herida abierta. Perdonar es mirar los acontecimientos desde el ángulo de la fe. Es recordar sin andar cargando el suceso, sin respirar por la herida. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva, e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza. Ciertamente, no es una negación del error, sino una participación en la curación y del amor transformador de Dios que reconcilia y restaura. Solo desde ahí, el hombre se podrá librar de la cárcel del rencor, tendrá un corazón libre, y recobrará la esperanza y la paz que tanto anhela. Solo desde ahí, aunque sea un prisionero podrá ser “el encarcelado más libre”.
(P. Ángel M. Sánchez, PhD)