(Homilía Domingo de Resurrección del Señor en la Catedral de San Juan)

Queridos hermanos y hermanas:

 

Como reza la secuencia de Pascua, en el Viernes Santo en aquella cruz, “Lucharon vida y muerte en singular batalla” y hoy, “muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”.

Toda la Iglesia le pregunta a María: “¿Qué has visto de camino, María en la mañana? Ella nos responde atemorizada pero alegre: “A mi Señor glorioso” y ¿qué ha quedado entonces de la muerte de Jesús? “La tumba abandonada; los ángeles testigos, sudarios y mortaja”.

Hoy es día de empezar a dejar nuestras tumbas vacías. Hoy es día de dejar atrás tanto derrotismo, tanta desesperación, tanta turbulencia; hoy es día de empezar a liberarnos de ese estilo de vida tipo tumba que nos condena a la frialdad, al aislamiento de los demás, al inmovilismo espiritual y caritativo, al anclaje evangélico y al “anestesiamiento” misionero.

Hoy celebramos la Resurrección de Jesús y no solamente continúa temblando el lugar de su sepulcro, sino que ha estremecido los cimientos de la humanidad para darles una nueva forma, la forma del amor y la esperanza. El estruendo del sepulcro anunciando su salida nos debe hamaquear para despertarnos del letargo de la muerte y la desesperación.

Y, es una alegría para anunciarla, para compartirla, una alegría tipo grano de mostaza porque es pequeña cuando surge, pero frondosa cuando se anuncia, cuando se comparte, cuando se acoge.

Y una alegría que contagia. De las dos mujeres, pasa a los dos discípulos que fueron al sepulcro, luego a todos los 11, luego a los de Emaús, luego en Pentecostés una alegría envalentonada con la fuerza del Espíritu Santo que contagia a los gentiles y hace más de 500 años, al Nuevo Mundo, siendo la Diócesis de San Juan de Puerto Rico, la primera diócesis en 1511 en recibir a un sucesor de aquellos primeros 11 que recibieron la alegría en persona, del propio Cristo, somos iglesia con personalidad divina, de aquella que no se puede quitar, ni definir, ni escrutar por la justicia de los humanos porque las iglesias particulares o diócesis son creaturas de la Iglesia; desde hace miles de años su identidad y su misión emanan de la autoridad del Sucesor de San Pedro y no del estado.

Es esa esperanza, garantizada con la resurrección de Cristo, la que renovamos cada domingo de Pascua de Resurrección. En Puerto Rico, que no vivamos con el semblante triste de los que caminaban hacia el sepulcro, sino con el semblante alegre y esperanzado de aquellos que descubrieron la tumba vacía, que descubrieron que quien resucitó era el Hijo de Dios Padre, el Emanuel, el Dios con nosotros, el Dios con Puerto Rico y con su gente. Si bien en la cruz se aprende que Dios aprieta, es en la resurrección que nos damos cuenta que no ahoga, que no asfixia y que nos promete una nueva vida, mejor, eterna y resucitada.

La resurrección nos invita a no ser un pueblo triste, a pesar de sentir las llagas del Resucitado. Las crisis no deben definirnos sino la esperanza en el Resucitado. Las crisis nos ocupan, pero no nos sepultan. Los huracanes puede que lo destruyan todo menos la esperanza porque la nuestra es en el Resucitado; él nunca defrauda, sino que nos impulsa, anima, y nos hace resilientes; aunque las crisis empañen nuestro caminar, la esperanza en el Resucitado aclara nuestro norte.

Hoy les suplico que nos dejemos iluminar como pueblo puertorriqueño con el esplendor del Resucitado. Que aquellos caminos de divergencias y de desunión se conviertan en puentes de diálogo y amor patrio; que nos iluminen para crecer en el respeto mutuo; que el estruendo de la Resurrección de Jesús no solo ruede la piedra del sepulcro sino las piedras en el camino al diálogo y a la solidaridad fraternal; que no nos demos los unos a los otros miradas de sospechas, sino de confianza y apertura. Que los que se dedican a dividir, a sembrar odio, a perpetuar la violencia sean también, a partir de la Resurrección de Jesús, hijos e hijas de Abraham y hermanos nuestros en Jesús Resucitado.
¡Dejémonos que el Espíritu Santo nos potencie en este camino! ¡El Señor ha resucitado, Aleluya … Aleluya… Aleluya!

Hoy se cumple la advertencia de Jesús, cuando dijo: “porque os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras”, (Mt. 3,9). Hoy de la piedra del sepulcro, rodada por el estruendo del resucitado, Jesús levanta de toda a la humanidad, verdaderos hijos e hijas de Abraham, que emulen su fe sin excusa y puedan iniciar con esperanza, un peregrinaje a la nueva tierra prometida que se nos da en el Resucitado.

Es a partir del polvo del sepulcro que Dios nos vuelve a moldear con un nuevo rostro, el de su Hijo Resucitado y llagado, misericordioso y transfigurado. Pues hoy, Jesús con el polvo del sepulcro nos moldea a una nueva imagen, a una nueva semejanza con Dios, a la semejanza del resucitado, semejante en su amor, semejante en su misericordia. Ya no somos mortales condenados a la muerte eterna, sino mortales transformados con una nueva esperanza, la que trasciende la muerte y nos conduce a participar de la Resurrección de Cristo.

Esa es la alegría que anuncia la Iglesia hoy. Por eso, cuestionamos con san Pablo, el poder perpetuo de la muerte en nuestras vidas exultando: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Co 15,55). Con las armas del amor, Dios ha vencido el pecado y la muerte. Hoy es día de sentir la fuerza renovadora que fluye de su Resurrección.

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