El compromiso de los cónyuges para constituir una comunidad de amor, “un consorcio de toda la vida”, es tan serio y vinculante que me obligo a reconocer que no todo rito matrimonial es necesariamente el sacramento indisoluble que predica el Evangelio y nuestra fe católica. No es oro todo lo que reluce, ni todo lo amarillo. Para exigir la seriedad que conlleva ese “sí”, y sus consecuencias, que pueden estremecer la conciencia de algunos para toda la vida, es necesario exigir mucho a ese compromiso. Por eso la posibilidad de “anulación” es real. Más aún, es parte de la seriedad que pedimos al que contrae. El concepto de “anulación” es un concepto legal, que se puede aplicar a otro tipo de contratos legales. Así, por ejemplo, si un menor entrase en un contrato de compraventa, ese acto, aun consumado, es inválido, es como si no se hubiese pactado. Así argumentan algunos de parte de la deuda que contrajo el gobierno de Puerto Rico, al realizarse sin fe el protocolo exigido por la ley.
Hay causales de anulación que son, por así decir, más evidentes. Me contaban del caso de un joven que no quería entrar al templo, llorando por no casarse, y la familia le “obligó”, recordando que “cómo nos vas a hacer esto ahora”. Son también evidentes los casos de engaños, en que, por ejemplo, para no ser rechazado por la otra persona, le oculto datos que de enterarse ella no se casa. O también es más evidente, en la práctica actual, el novio que callada o abiertamente reconoce que hará todo lo posible por no tener hijos, o que tiene una persuasión profunda de que su derecho es divorciarse, si le va mal. En este último sentido un personaje eclesiástico me reconocía que muchos de los matrimonios eran nulos, porque muchos consideran el divorcio como un derecho propio.
Hay una serie de situaciones, no previstas anteriormente en el Código cuando nuestros conocimientos sobre los mecanismos emocionales de la persona no eran tan conocidos. Es lo que se llama en general la causal psicológica. Diría, en suma, que hay personas que, sin culpa alguna tienen un paquete emocional tan débil que sería cruel insistirles en mantenerse en un matrimonio para el que no son capaces. Porque el matrimonio no consiste solo en la posibilidad de unión sexual y la posibilidad de engendrar. Eso lo logran también los animales. Se habla de la capacidad para conseguir “la comunión de vida”, “la henosis”, hacer de dos una sola carne. Y, si somos justos, tendremos que reconocer que hay personas que no gozan de lo mínimo de esa capacidad. Por eso obligarles, después de un divorcio, a ser fieles al compromiso adquirido, sea como obligar a un tísico a meterse en la cancha de baloncesto, porque ya él firmó como parte del equipo. El matrimonio asume una misión maravillosa, pero difícil, y no todo el mundo tiene espaldas para esta carga. Y aunque Dios suple con su gracia, tampoco podemos presuponer ese don. Como dice el refrán “lo que no da la naturaleza, no lo presta la universidad”. Y menos filosófico “el que nace barrigón, aunque lo fajen”.
El matrimonio supone unas tareas para las que algunas personas, sin culpa moral ni malicia, sencillamente no dan el grado. El derecho dice “son incapaces de asumir las obligaciones de un matrimonio”. O su estimativa de lo que es en la práctica un matrimonio es deficiente. Claro, hay mínimos y máximos. Aquí hablamos de una imposibilidad que, en algunos casos claros resultaría por disfunciones síquicas. Puede haber disfunciones sexuales (la orientación homosexual entraría aquí). O personas con una gran dificultad para vivir alegremente la fidelidad matrimonial. Hay personas inestables en su actuación humana, que no tienen el mínimo para construir un hogar. Recuerdo aquel muchacho buena gente, honesto, pero de una gran inestabilidad en sus compromisos: lo botaron de cinco trabajos en 1 año. O alguien de un temperamento violento en extremo, persona insatisfecha cuya compañía era normalmente tóxica. Si al comenzar la convivencia marital se manifiesta de forma continua esta conducta; si no busca ayuda o crece con esa ayuda, o peor, si rechaza todo tipo de apoyo, creo que seríamos crueles en exigir a la pareja que llegó al divorcio permanecer célibe toda la vida, para ser fiel al compromiso adquirido. Un compromiso fatulo no es compromiso.
Las exigencias eclesiásticas al que cumplió con los requisitos externos pedidos por nuestra ley para reconocer como válido y firme un matrimonio pesan mucho a la hora de la ruptura matrimonial. Reconozco que no podemos ser facilitones a la hora de sopesar hasta dónde llegó el compromiso. Pero la realidad de la anulación no la inventamos. Como dice la calle “de que los hay, los hay, solo hay que buscarlos”. O hay que reconocerlos con corazón misericordioso.
(Padre Jorge Ambert)