Tuve la dicha de niño de asistir con frecuencia a conventos de las Hermanas de Fátima porque mi madre, que Dios la tenga en la gloria, era voluntaria asidua en el trabajo social que realizan las hermanitas en el sector La Trocha de Yauco y en la Hacienda Santa Rita. Por ello la imagen que viene a mi memoria cuando se habla del Rosario es aquella cadena larga de camándulas en el cinturón de las hermanitas. Aquella que apretaban buscando paciencia cuando los jovencitos inquietos querían sacarlas de quicio.
Hace 10 años, viviendo en las montañas de Guavate, tuve una experiencia con el Rosario que me marcó profundamente. Era una madrugada sabatina de finales de octubre. La neblina y el rocío dominaban el panorama. Faltaban 10 minutos para las 6:00 a.m. y con mi taza de café negro con poca azúcar desde la mesa por la ventana contemplaba con paciente curiosidad cómo los rayos del sol penetrarían aquella densa nube caída en la calle.
Para mi sorpresa, se escuchaba un murmullo en aquella calma. No era una persona, sino varias. Casi como un coro muy tenue. Por un momento pensé que estaba imaginando aquellas voces porque a esa hora nadie se atrevería a interrumpir aquel silencio casi sagrado. Luego de una pausa, se escuchó más fuerte. La curiosidad mató al gato y me abrigué para salir al portón con distancia y cautela. Para mi sorpresa era un grupo de fieles, cinco vecinos muy devotos que rezaban juntos los misterios gozosos. El último rezador salió a mi encuentro y sin detener su rezo me hizo una señal para que me uniera a ellos. Bajé la cuesta rezando el cuarto y quinto misterio, repitiendo el saludo del Ángel Gabriel a María entre la floresta campestre con frío de montaña borincana.
Fue una experiencia que bordeaba lo místico. Entre los bejucos del camino, el palo de almendra, la enredadera de parcha y las hojas de plátano, con apenas claridad bajando la cuesta, la devoción llamaba a ir en fila, pero inclinar la cabeza y elevar el alma a lo trascendente. Una salve a la Virgen elevó un poco la voz como para agradar a la Madre y a su vez al Hijo. El ánimo subió más para el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo… El Rosario terminó en la casa cuesta abajo de la vecina que organizó la misión comunitaria, animada por la Parroquia San Esteban Protomártir en la guardarraya entre Cayey y Caguas. El café compartido luego del rezo tuvo un sabor especial. Esa misión quedó guardada en mi corazón para siempre. Simple, pero, significativa. Me reafirmo en una línea escrita anteriormente. Si no sabes qué hacer o qué decir, mejor reza el Rosario…
Enrique I. López López
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