Los últimos acontecimientos de muerte y destrucción emotiva son un calce a la devastación de la mente y el corazón de los puertorriqueños. Después del huracán María, los terremotos y la pandemia la mente esta frágil, anímica. La medicina luminosa está ausente, la orientación fundamental carece de alas, es presa de la repetición y vaivén de teorías y comentarios adhoc.
Ese aluvión de males, sufrimientos y negativismos se ha filtrado en la sicología de los boricuas y ha surgido el temor y la apariencia como único retrato de convivencia. Ante la desesperanza y los agobios rutinarios se opta por vivir a la deriva, sostenerse sobre el consumismo y soñar con otro mundo pintado de colores. Es la soledad la que precede, la que origina toda clase de sueños efímeros, toda ilusión de un día de Reyes medicinal.
Sobre la decadencia personal y colectiva se echa la suerte del País que no cuenta con fervorosos aliados de verdad y la justicia. El ciudadano común hace lo que puede defendiendo su sistema inmunológico de los extravíos conceptuales y poniendo la otra mejilla ante la rudeza de la hora presente. Este momento histórico marca el estilo de convivencia, el ritual entre cercanía y el alejamiento.
Faltan la cátedra de la hermandad y la sencillez robusta que son un techo para resguardarse de la lluvia tóxica, de las tormentas de falacias que rondan por el País. Los menos afortunados mantienen el edificio agrietado con su penuria, haciendo malabares, sostenidos en la esperanza. Desde su huerto echan su suerte y se aglomeran en el batey de Dios, en su amor único.
En poco tiempo se ha abierto la puesta de la permisividad, de la locura, de la lucha fratricida. Lo vano, el lujo, la indiferencia se han quedado con el solar y la cosecha es obvia; desolación y muerte. Las ofertas espirituales y humanas pasan por encima del radar y no penetran en la intimidad herida. Por eso lo salobre prolifera, el dolor se agiganta.
De la Isla del Encanto se pasa al disgusto colectivo, a vivir resbalando sobre elusivas componendas. La justificación de todo lo malo parece son un dogma, una exquisitez de nuestro tiempo. La madre y el padre hacen mutis mientras los hijos desfilan sobre carbones encendidos, sobre ideas falsas. Esa interrupción de la escala de valores logra un propósito, la ruina, perder la ruta trazada por la vida misma.
Llora el País y el miedo se agiganta ante la barbarie que dicta un comportamiento aberrado y torpe. El hogar, la escuela, la Iglesia son fermento de validez humana, social y espiritual. Se enferman los buenos deseos si se cae en un círculo vicioso, en traer por los cabellos una mezcla de materialismo, ocio, placer como quimeras de una vida que raya en la locura.
La fraternidad y la claridad de pensamiento hacen la gran diferencia. El fanatismo como ruta alterna es una debacle y solo trae discordia y desacuerdos inútiles. Dotar al País de nuevas fuerzas reales equivale a derrumbar mitos, a cantar unidos el himno de la vida y de la esperanza.
P. Efraín Zabala
Editor