La creación entera rebosa en abundancia para ser repartida entre todos. Ese menú universal se diversifica en variedad de gustos, olores y sabores que distinguen a países y razas. Nuestra Isla, tiene su medida, su gusto y su marcado encanto por las viandas, el arroz, el azúcar y la sal. Hay una reverencia por el plato de mamá, por lo que ella cocinaba con ternura y amor.

El hogar es el lugar íntimo para saborear los alimentos que nutren nuestros cuerpos. Esa mesa pobre o elaborada, cicatriza las esperezas de vida. El núcleo familiar es medicinal, una especie de suero amoroso que fluye por todo el organismo. El café de mamá único, el arroz blanco y las habichuelas guisadas son plena criolla, un ritual de bendiciones diarias que son perennes, ataduras vivas.

Del hogar amado se pasa al otro refugio que es rinconcito para alargar la mirada, socializar con los que llegan, hacer relaciones nuevas. Es el lugar de encuentro de muchos, de la variedad de opiniones. Se pautan citas para almorzar en el restaurant, una segunda casa, una confianza que aligera el pensamiento. Se llega a saborear la vida, a observar como todos los seres humanos buscan un oasis, un abrazo solidario que dicte la verdad de somos hermanos.

En estos días en que se ha descubierto la fea cara de la cocina de un restaurant se echa sombras sobre la limpieza y el pudor de sus propietarios y ayudantes que dan forma y sirven los alimentos. Preparar los alimentos requiere de una conducta propia y de un pudor único que están enmarcados en el respeto y la dignidad de las personas. Esa actitud de “ellos no se ven”, o una indiferencia crasa, acarrea deshonestidad y repercute en contra de las personas que izan la bandera de la falta de higiene y de carencia de honestidad y compromiso.

Servir conlleva una actitud vigoriza de mantenerse firmes en la virtud y no dejarse arrastrar por el afán económico que todo lo daña. La pureza de intención debe estar presente y el rechazo a la perversión debe ser inquietud primera.  Los que acuden a los restaurantes confían en aquellos que les sirven y hasta se dejan convencer por los consejitos de mozos y ayudantes.

El deseo de comer fuera está revestido de una ilusión, romper la monotonía, ver otras personas, compartir en un ambiente de más personas. Ese socializar teje la lealtad a las personas, aligera el peso para ver el mundo desde la equidistancia.  En el restaurant todos somos más o menos extraños, todos somos humanos.

La mesa servida nos recuerda la íntima conexión entre unos y otros. Nos damos cuenta que el hambre aprieta, que el alimento es necesario. También se deja un pequeño hueco para los que tienen hambre y no tienen que comer. Siempre que se ve la abundancia, es conveniente mirar por un hueco y ver a otros con el estómago vacío.  Así hay muchos en Puerto Rico y cada día se multiplican más, un desafío para todo el país.

 

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