La mañana esconde tras sí un significado maravilloso de vida. El despuntar de los rayos del sol al que llamamos alba inunda de esperanza el movimiento humano. La naturaleza vive el amanecer como una fiesta. Por ello los pájaros cantan y vuelan revoloteando sus alas. Los humanos solemos ver cada mañana como una nueva oportunidad para realizar lo que en el día anterior no se pudo. La mañana está acompañada de nuevas fuerzas e ilusiones renovadas; de ágiles movimiento y de retumbantes ruidos. Por su parte, la tarde tiene también un significado excepcional. Posiblemente un poco más nostálgico, pues la tarde es el momento que las fuerzas decaen y que llega el sentimiento de cierta culpa al, quizás, no haber hecho bien las cosas o al no haberlas finalizado. En la tarde las aves vuelven a sus guaridas y con la quietud de toda la naturaleza el ruido da espacio al silencio.

En un maravilloso amanecer podríamos contextualizar la invitación a la conversión que hace el profeta en la primera lectura de hoy (Is 55, 6-9). Buscar al Señor con la luz del día porque el cielo azul que se levanta sobre la tierra no hace sino mostrar cómo los caminos y los pensamientos del Señor siempre sobrepasan los caminos y los pensamientos humanos. Y les sobrepasan porque ese Dios es generoso en su capacidad de perdonar. Así como cantamos en el salmo (Sal 144), los que se saben cerca del Señor alaban por el día, y día tras día, el nombre del Señor que es bondadoso y compasivo; lento al enojo y rico en clemencia. San Pablo en la segunda lectura (Flp 1, 20-26) trastoca la concepción esquemática del binomio “día significa vida” – “tarde significa muerte”. Para Pablo lo relevante no está en la hora específica, sino en que Cristo sea glorificado constantemente en él.

La parábola del evangelio (Mt 19, 30–20, 16) tampoco da relevancia al momento del día: sea de mañana, sea mediodía o sea al caer la tarde. Jesús viene a ser el propietario de la viña que rompe los esquemas de formas salariales en pro de manifestar la grandeza de su generosidad. Como el propietario de la parábola, salió Jesús al amanecer (cfr Jn 20, 1-18) e hizo de la Magadalena su primera invitada a la viña; también salió Jesús una mañana (cfr Jn 8, 2-11) y evitando que volasen las piedras de la insensibilidad humana contra aquella mujer que, quizás, era víctima de la selectiva ceguera y de la silente complicidad social que esconde lo que quiere y ventila públicamente solo lo que le conviene, la invitó a su viña: esa mañana aquella mujer fue convidada a no pecar. Como el propietario de la parábola salió Jesús al mediodía (cfr Jn 4, 6-26), un judío que se detiene fatigado a la orilla del pozo y sediento ofrece agua viva a la mujer de Samaria. Aquel mediodía esa mujer, como los desocupados en la plaza, fue invitada a su viña. Como el propietario de la parábola, Jesús al caer la tarde (cfr Lc 9, 12-17) no despide la multitud, sino que invita a los suyos a darles ellos de comer; se obró el milagro y la multitud fue saciada. Al caer la tarde (cfr Lc 24, 13-35) también Jesús explica las escrituras hasta que hizo arder los corazones de aquellos dos frustrados y caminantes discípulos. Al caer la tarde la multitud, como los que pasaban el día sin trabajar, fue invitada a alimentarse con la generosidad del Maestro, fue invitada a trabaja en su viña; al caer la tarde aquellos caminantes de Emaús, en el encuentro personal con el resucitado, también fueron invitados a trabajar en su viña.

Así que sea en la exuberancia multicolor y llena de vida de la mañana, sea en el asfixiante calor del mediodía o sea en el grisáceo caer de la tarde… sea con nuevos bríos, sea con llantos, sea con angustias o fatigas o, ya sea, con fuerzas desgastadas no dejemos de alegrarnos porque lo verdaderamente relevante es que Dios, el dueño de todo, es bueno y paga a los que responden a su invitación no según los esquemas de cuantificaciones humanas sino conforme a la medida inacabable de su bondad. Bondad que es la misma en la mañana, en el mediodía y al caer la tarde.

 

P. Ovidio Pérez Pérez

Para El Visitante

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