En nuestro sistema económico, el dinero representa la posibilidad de poder adquirir bienes. Tiene la característica de que puede ser acumulado tanto para consumo, como para inversión, para uso actual o uso futuro. El dinero solo tiene valor en tanto y en cuanto se convierte en bienes que nos permiten satisfacer nuestras necesidades de sobrevivencia, llevar una mejor vida, conseguir nuestros objetivos personales y familiares. Tiene por tanto un valor relativo.
El dinero es también una medida de intercambio y dentro del mundo económico refleja el valor relativo entre diferentes bienes. Desde la antigüedad las personas han intercambiado entre sí los objetos de valor, originalmente utilizaron un sistema de trueque, pero eventualmente se pusieron de acuerdo en utilizar, ya sea un metal o una ficha determinada para realizar ese intercambio. De esta forma surge la moneda, como método de intercambio. Su utilidad consiste en facilitar el intercambio de bienes, pero carece de valor en sí mismo.
Cuando Jesús, en sus parábolas, nos habla del dinero nos recuerda que su valor es solo relativo. Su invitación es a acumular tesoros en el Cielo (Mt 6, 19-23), a utilizar el dinero para ganar amigos (Lc 16, 9). En el libro de Proverbios (16, 16) también se instruye a dar más valor a la sabiduría e inteligencia que al oro, y a la plata. Las primeras comunidades, haciendo eco de las enseñanzas de Jesús respecto al dinero, instruyeron a los primeros cristianos: “A los ricos de este mundo, recomiéndales que no sean orgullosos. Que no pongan su confianza en la inseguridad de las riquezas, sino en Dios, que nos provee de todas las cosas en abundancia, a fin de que las disfrutemos” (1 Timoteo 6, 17).
El dinero es un instrumento útil, pero no puede ser el objetivo y centro de la vida del cristiano. En Lc 16, 13 se explica cómo el dinero se puede convertir en amo, en vez de ser instrumento. A estos efectos nos dice Jesús en este pasaje: “Nadie puede servir a dos amos, porque amará a uno y aborrecerá al otro… No se puede servir a Dios y al dinero”. Cuando el dinero se constituye en señor y deja de ser instrumento nace en nosotros la codicia”, porque: “Quien ama el dinero no se sacia jamás y al que ama la opulencia no le bastan sus ganancias” (Ecl 5, 9).
La Doctrina Social de la Iglesia, identifica al trabajo como fuente de riqueza y por tanto le asigna un honroso valor. Pero establece que no puede ser idolatrado porque en él (y en las riquezas que puede proporcionarnos) no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. “El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre (Compendio de Doctrina Social 257). La verdadera función del dinero en una sociedad genuinamente cristiana ha de ser servir al hombre, a todos los hombres. Leemos en el Compendio de Doctrina Social (329): “Las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir beneficios para los demás y para la sociedad”.
Cuando el Señor es el Dios de nuestra vida aprendemos a relativizar el dinero y visualizarlo como una herramienta que se ha de poner a disposición de los demás. Una sociedad fundamentada en valores cristianos tiene la exigencia moral de practicar la solidaridad y perseguir el bien común, sobre poniéndolo a los fines individuales. Los bienes, representados por el dinero y la riqueza son medios y el verdadero fin para el cuál Dios nos crea es la comunión con los demás hombres (CDSI 333). Si Dios es nuestro amo y no el dinero podremos vivir la exhortación de Hebreos 13, 5: “No se dejen llevar por la avaricia, y conténtense con lo que tienen, porque el mismo Dios ha dicho: No te dejaré, ni te abandonaré”. ■
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Nélida Hernández
Consejo de Acción Social Arquidiocesano
Para El Visitante