RESPETO es palabra a subrayar al definir la relación matrimonial. San Pablo, en su famosa instrucción a los casados, termina afirmando ”y que la mujer respete al marido”.  Nosotros añadimos: es respeto mutuo, recíproco, de él a ella y ella a él. Si la aceptación amorosa, que exige la pareja,  es una reacción al lado pecador con que me ofende la otra, el RESPETO es nuestra respuesta a la imagen de Dios que hay en esa persona.

Pues ella, con la que me relaciono por encima de todas las otras cosas agradables que tenga o no tenga, está hecha a imagen de Dios; ella, o él, es “como Dios”. Más aún, como lo profundo que nos une es el amor, y Dios es amor (1 Jn 4, 8), la veo como el amor de Dios hecho visible para mí. El esposo, que besa a su esposa, en ella besa el rostro del Dios que le ama y se materializa en ese rostro humano. De donde se sigue que la he de tratar con cortesía y dignidad, especialmente en los momentos en que eso no me sale espontáneamente.

Me esforzaré por multiplicar los hábitos de ayuda porque son un alimento del respeto. Es un honor servir a alguien que es como Dios. Dice un autor: “Cuando hablo a los solteros, caigo con frecuencia en el tema del egoísmo. Digo frecuentemente: “Si tiendes a comportarte egoistamente; si eres de los que se pegan a sus derechos, y no tienes interés en compartir con otros, hazle un favor al mundo (y a tu posible cónyuge) ¡no te cases!”. Que es otra manera de manifestar lo esencial del respeto en esta relación.

La necesidad humana más fundamental es sentir que me aceptan: la “aceptación genuina y gozosa de uno mismo”. Pero el matrimonio nos llama a trascender esa necesidad: y entonces las necesidades y gustos del cónyuge toman igual espacio, o mayor espacio, que uno mismo. He visto que cuando la pareja logra esto, la alegría es doble. Cuando en la intimidad matrimonial mi deseo es trabajar por el gozo y felicidad de la otra persona, la explosión de gozo es doble.

Y a ese respeto añadimos: RESPONSABILIDAD. Es cualidad muy  necesaria a la hora de resolver diferencias, cumplir las promesas, compartir las finanzas, y para dar un modelo de estilo de vida cristiana a los hijos. Yo me hago responsable de resolver los problemas personales y no vaciárselos encima al cónyuge. Yo me hago responsable de mi propia felicidad. No cargo a la otra persona con la tarea de que me haga feliz. Y si la motivación para casarte es “vivir YO felizmente para siempre”, ya empezamos mal. Por otro lado, si entras infeliz al matrimonio, las posibilidades son de que permanecerás así. La felicidad es un efecto secundario del respeto propio, del saber resolver problemas responsablemente, y realizar cosas valiosas, interesantes y útiles. Es efecto del que vive en armonía y equilibrio cuando pondera las razones para una conducta u otra. La felicidad es un trabajo interno contigo mismo.

 

P. Jorge Ambert, SJ

Para El Visitante

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