(Tercero de varios)

La gran razón por la que fracasan muchos matrimonios en su misma zapata es la inmadurez emocional.  Es la nueva causal de anulación en los Tribunales eclesiásticos.  Y es razón de muchos dolores y paciencia en los matrimonios.

Decir inmadurez es hablar de irresponsabilidad, temperamentos explosivos y descontroladas, decisiones por impulsos, mariposeo, tener la cabeza en el limbo, las famosas mamitis y dependencias emocionales.  Se suman, sin duda, las disfunciones por enfermedades emocionales, o lo que incapacita a un individuo para asumir las obligaciones del matrimonio. Y sigue la lista, pues se trata de todas esas actitudes que describen a una persona a medias, un aguacate verde que sería inútil cortar en tajadas;  todavía no está hecho.

Estamos hablando de madurez suficiente para casarse, porque la madurez total nadie la tiene; es algo que se logra con los años como el buen vino.  Ciertamente una persona de mucha edad no es automáticamente madura.  Pero quien tiene pocos años automáticamente nos pone a temblar; presumimos que es persona inmadura.  Alabamos, por eso, a aquel obispo norteamericano que ponía trabas inmensas para casar a teenagers.  Serlo era para ese obispo, con razón, un pasaporte de inmadurez.  Conceder el sacramento a una persona así es darle un pasaje para el infierno conyugal, exponerlo a un divorcio con su ramificación de culpabilidad.

Recuerdo a una niña de 15 años, “buen cuerpo”, locamente enamorada de su compañero, con quien quería casarse pronto por la Iglesia. Era católica y, claro, la boda tenía ser por la Iglesia.  El párroco trató de disuadirla; cuestionarle por qué la prisa. Ante su tozudez el párroco se negó a casarla.  “No puede celebrar algo que no me da garantías”.  La niña habló mal de aquel sacerdote, se enchismó, y buscó otra parroquia –siempre se encuentra- donde el interés parecía ser aumentar el número de bodas.  Se casó.  Pronto comienzan los choques, las voces altas, las bofetadas entre aquellos dos niños jugando a casados.   Duraron un año.  Y a empezar la cadena de nuevos matrimonios, hasta que el pellejo se curta o se canse por agotamiento.

Pedimos madurez emocional.  Posiblemente si la Iglesia reclamase a los novios someterse a una batería de pruebas sicológicas antes de admitirlos al matrimonio, habría piquetes de protesta.  O menos bodas sacramento.  Es curioso.  Se ve bien el que haya pruebas médicas de sangre para dar la licencia matrimonial.  En las empresas importantes se somete a los aspirantes a empleo a pruebas sicológicas, que evalúan su honestidad y habilidades para el trabajo.  Pero si pedimos pruebas equivalentes habría rechazo.

No obstante, llamamos la atención a este punto.  Un compromiso tan serio como obligarse a una convivencia perpetua –el matrimonio- no puede exigir menos, sino más, que empresas análogas responsables.  Cuadra bien aquí el texto evangélico: “¿Quién que va a edificar una torre no se sienta antes a pensar si tiene con qué terminar lo comenzado?”

Padre Jorge Ambert, SJ

Para El Visitante

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