Se vive a la ligera; con dos ideas básicas: comprar y tener. Los templos modernos se abarrotan, parece una herejía ser diferente, pararse en la otra orilla y desde ese ángulo ver pasar la procesión, la multitud que se acoge a la moda, que dice si al nuevo estilo de supervivencia. Se terminó el ahorro, la alcancía vital, la prudencia como regidora de las demás virtudes.

En ese corre-corre de todos los días, lo importante pasa a ser ínfimo, una cascarita que cae. Se enfila la mente y el corazón hacia lo que dejó sabor abundante, dejando atrás a una muchedumbre que se conforma con poco, migajas que caen de la mesa. Es el despilfarro de lo que se es para optar por lo que se tiene como un subterfugio a cuentagotas.

Quedar ciego ante la realidad dolorosa o traumática redunda en mirar y dejar pasar, indiferencia crasa. Se ve a las personas como un todo, sin diferencia sin sufrimiento y debilidad. El ¡hay bendito! Con rostro misericordioso, se quedó atascado en la penuria del allá ellos. Es fácil acercarse al que posee y muy difícil coincidir en pensamiento y actitud servicial con el que pasa destilando pobreza y necesidad.

El cristiano no puede ver la maldad y la injusticia y caminar con entusiasmo hacia su orilla sin juzgar cada momento y circunstancia. Esas cegueras improvisadas traen como consecuencia las masacres, los abusos, las barbaries en todas sus manifestaciones. Tal parece que el mutismo o la indiferencia han creado su propia filosofía de vida; no intervenir, dejar hacer….

Ver a Cristo y su costado abierto suena a Semana Santa, un paréntesis de poca duración. Al mirar y ver el amor sublime especificado en sacrificio vivo, el pensamiento se abre a otra dimensión, a abrazar al sufrido y menesteroso. Entonces tocar a la Iglesia, con ojos de fe, se convierte en salud del alma y cuerpo, una estadía en medio del misterio, una verdadera entrega viva.

La religión a ciegas crea una dimensión de la duda que siempre acecha. El prójimo no es una idea bonita, sino un toque al corazón. La asignatura de fe está dada y no puede convertirse en la abstracción, o en retazos de una piedad artificial. Ver al prójimo y sentir sus llagas significa emanciparse en Cristo, no olvidar su doctrina.

El catolicismo se nutre de un amor que sana, que hace milagros al hacerse solidarios y multiplicar el pan tras el hambre de muchos. Se palpa la necesidad cuando el ser humano se arrime a los desheredados de la sociedad. No es mirar y seguir caminando como si otros tuvieran que responder a la crisis social que nos subyuga.

La mirada amplia protege de la miopía y oprime el porqué de las cosas. Ante la pandemia corresponde una preocupación genuina de parte de los creyentes que se acogen a la mirada misericordiosa. El corazón tiene que latir en favor de los que sufren y padecen aislamiento. Es el momento de mirar, ver y sacar conclusiones claras y precisas.

P. Efraín Zabala

Editor

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