Editorial y Ampliando

Al estacionarme al lado derecho del camino concreté un encuentro con un caballero de Dios que me guiaría hasta encontrar las personas que buscaba por senderos inusuales para mí en el área norte-central de la Isla. Concentrado en la misión del día, solo pensaba en llegar al lugar programado y cumplir el cometido. Pero, Dios se vale de los detalles para recordar la grandeza y la hermosura de su amor a través de sus pequeños.

El caballero me presentó a su esposa, un matrimonio octogenario que practica la caridad con los necesitados como su ministerio de vida. Luego de una charla amena, me dirigió a la puerta trasera de su guagua y me presentó a su amado guardián que lo acompaña a todas partes. Pepe, con más de 40 años, sufre de perlesía cerebral severa. Los padres relataron cómo los pronósticos estimaban que estaría en un estado vegetal y a pesar de eso lograron que caminara con ayuda. En la voz alegre de aquellos padres sentí las noches en vela, años de sacrificio y entrega total; sentí su profundo amor. Mi admiración ante unos padres de tal calibre afloró instantáneamente y pensé que son un ejemplo de amor paternal frente a los miles de padres e hijos puertorriqueños.

El guardaespaldas tal vez no esté armado y más bien este abrochado a su cinturón, pero alerta a los estímulos auditivos y sensible a la luz demostraba su despertar al entorno. Su mirada tímida, el semblante tranquilo, sus piernas con falta de firmeza, su cabello negro y gris y sus movimientos pausados. No emitió sonido como a la espera de que dijera algo.

Me dirigí hacia Pepe y le dije con tono alegre: “¿cómo estás mi amigo?”. En silencio giró su rostro un poco, cerró un poco los ojos y se alegró. Era la sonrisa de Jesús en el rostro del discapacitado. En unos pocos segundos, entendí que podía continuar con el aval del centinela que me regaló una semilla especial de alegría para valorar tanto el camino, como la intención que me llevó hasta los campos del norte de Borinquen.