(Homilía de exequias fúnebres de don Arturo Dávila)
En la ceremonia de enterramiento de los emperadores de Austria se seguía un ritual curioso que quiero recordar tal como lo recuenta un testigo presencial.
Al llegar a la puerta de la Cripta de la Iglesia de los capuchinos en Viena, cerrada a propósito, el mayordomo tocó a la puerta…
–¿Quién es?, preguntó una voz desde el interior.
–Su Majestad Imperial Francisco José, Emperador de Austria, Rey de Hungría, Rey de Bohemia…, y el dignatario siguió enumerando títulos.
–No le conocemos, se escuchó.
Se repitió la pregunta, con idéntica respuesta.
El dignatario golpeó el portón por tercera vez.
–¿Quién es?
–Francisco José, un pobre pecador.
–Que pase. Y se abrió la puerta para dejar pasar el cortejo fúnebre.
Si recuerdo este antiguo ritual no es solo porque a Arturo le encantaban este tipo de historias, sino porque en las ocasiones en que le hacía un cumplido agradeciéndole alguno de los muchos gestos de servicio que hizo generosamente a personas o instituciones, su respuesta era siempre la misma: Usted es demasiado bondadoso Padre. Yo solo soy un pobre pecador. A lo que casi siempre añadía: Que quiere salvar su alma.
Con el pasar de los años y el trato personal aprendí que no eran palabras dichas por mero prurito de falsa humildad. Las decía como expresión de una profunda convicción. Pero no había amargura en ellas, ni miedo, mucho menos desesperación. Otras cosas le provocaban amargura, a veces, hasta hacerle utilizar su vasto dominio de la lengua para describir actitudes o personajes con los más divertidos, originales e irreverentes epítetos. Sus miedos y frustraciones eran provocados por un profundo amor a su país, y un apasionado amor por la Iglesia. De la Iglesia conocía demasiado bien la historia, como para albergar idealismos románticos, pero sabía que esta historia estaba escrita con las vidas entrelazadas de pecadores y santos. Los santos, de los que parecía conocer todo, eran la fuente de su fe en la Iglesia, los pecadores la razón por la que no se sentía extraño en ella.
Soñaba con una Iglesia reencontrada con la pureza del Evangelio, una Iglesia pobre, Madre de los pobres, una Iglesia misionera y caritativa. Sus grandes temores eran un laicado entregado a un devocionalismo hueco, víctima de visionarios y pseudomísticos, sin ocupar su lugar esencial en la misión; y un clero ignorante, sin pasión por formarse luego de los años de seminario, curas de misa y olla, como solía decir, utilizando una vieja y dura, pero realista, expresión. Sus formas, como ya dijimos, no siempre fueron delicadas o benévolas: a veces incluso podía ser excesivo. En eso se pareció a un santo al que admiró profundamente: San Jerónimo, el santo de corazón de oro, pero de malos cascos y lengua hiriente, que cuando se pasaba en dureza, pedía perdón diciendo: “Perdóname Señor, ya sabes que soy Dálmata”, (aludiendo a sus paisanos de la Dalmacia, duros y toscos). Arturo podía decir algo parecido: “Perdóname Señor, ya sabes que soy Dávila”.
Sí, Arturo fue un pobre pecador. Con malos cascos y lengua (y pluma) a veces hirientes, pero con un corazón de oro y una generosidad sin paliativos. Dispuesto a quitarse de la boca el pan para alimentar a otros o a desprenderse de sus queridos, leales y silenciosos amigos, sus libros, para alimentar la biblioteca de otros. Un enamorado de la Virgen María en su advocación del Carmen, cuyo escapulario de tela llevaba siempre. (Fue terciario carmelita luego de la restauración en Puerto Rico de esa orden secular y es el primero que aparece en el libro de profesiones adoptando el nombre de Eliseo María de la Inmaculada, el 16 de julio de 1947). Era también un pobre pecador que confiaba en la misericordia de Dios, plasmada en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, devoción que se hizo más y más importante en sus últimos años, siendo miles las estampas que de ella repartió a su costa, y distintivo de su sensibilidad espiritual.
Hoy quiero utilizar esta convicción de Arturo de que era un pobre pecador para cantar con él las misericordias del Señor. Una de esas expresiones del amor de Dios por él la experimenté intensamente cuando le administré la unción de los enfermos hace unos meses. Luego de 28 años de presbítero he ungido tantos enfermos. Pero ese día sentí algo que me estremeció. Una profunda humildad, el fervor, y el aura de piedad en aquel hombre de personalidad tan fuerte, convertido en un niño abandonado al amor del Padre. Acostado en el lecho de aquel cuartito donde se respiraba auténtica pobreza. Confieso que más de una vez se me saltaron las lágrimas y tuve que hacer un esfuerzo para seguir recitando las oraciones. Me sentí como un canal de misericordia, de esa misericordia que se ha mostrado, una vez más, en su tránsito. Muere apenas iniciado el mes de junio, consagrado por la Iglesia al Sagrado Corazón de Jesús, y un sábado, día de especial devoción a la Virgen del Carmen, el día que todo carmelita querría morir. Para mí, que compartía con Arturo, nombre, pues éramos tocayos, y excesiva afición por los libros, me ha sorprendido también que su muerte coincidiera con el aniversario de mi ordenación sacerdotal, 2 de junio. Quizá quería asegurarse de que en cada aniversario me acordara de encomendarlo en la Santa Misa.
De una cosa podemos estar seguros, que cuando tocó a las puertas de San Pedro, y este preguntó: ¿Quién es? No habrá dicho: “El doctor Arturo Dávila, de los famosos Dávila de Puerto Rico, profesor universitario, historiador, miembro de la academia de esto y aquello…”. Seguro que contestó: “Arturo, un pobre pecador”. Y confío en que la respuesta haya sido: “Que pase”.
P. Alberto Arturo Figueroa