Dejamos atrás las fiestas navideñas, pero eso sí, solo las celebraciones ya que el mensaje del Dios que hizo su casa en medio de su pueblo tiene que seguir vivo entre nosotros. Pero ya nos toca caminar con la adultez de Jesús, con sus mensajes, con sus llamados. Iniciamos este tiempo ordinario (cotidiano) con un evangelio muy conocido por todos: el de las bodas de Caná.

La palabra y el evangelio según San Juan nos llevan de la mano hacia una celebración festiva como era una boda. Allí Jesús se encuentra con su madre celebrando la alegría de la unión de una pareja, de la cual no sabemos nada, pero a la que se unieron para compartir la alegría y hacer fiesta.

Y no es casualidad porque la fiesta será un elemento fundamental en la vida de la Iglesia y en la vida de cada cristiano. El acontecimiento Jesús de Nazaret está vinculado a celebrar, a la acción de gracias, a la alegría de sabernos que el amor de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Acerquémonos a la palabra para “celebrar” el amor que nos ofrece nuestro Dios.

La Primera Lectura consiste en un derroche de alegría enmarcada en la esperanza del profeta de un porvenir lleno de presencia de Dios; lleno, por tanto, de un orden nuevo de justicia y paz para el pueblo. Ya han llegado los desterrados y regresan a la tierra que siempre les fue recordada por los profetas; ahora inician todo un proceso de adaptación a un nuevo orden. Y es aquí que el profeta desborda en esperanza y reafirma esa acogida de alegría con en una boda en la cual es el Señor quien desposa a la elegida, Israel, con quien hará fiesta de alegría.

El Salmo Responsorial, el 95, es un canto de los desterrados que, desde Babilonia, retornan a Israel para gozar en ella de la libertad: llegan con esperanza y alegría a reiniciar el camino que por el destierro interrumpieron. Y este proceso es iniciado con mucho entusiasmo: Israel tiene por oficio alabar a Dios, y con esta alabanza darlo a conocer a todos los pueblos. Su elección es misionera, su alabanza es testimonio. Todo lo que les rodea está llamado a reafirmar esa gloria de Dios que se ha reafirmado una vez más.

La Segunda Lectura hace referencia a los carismas, que parecieran estar presentes en la vida eclesial de la comunidad de Corinto. Insiste el apóstol que los mismos son producto de la fuerza del Espíritu de Dios pero todos nacen para el bien común. Y será ese el criterio que ha de utilizarse para asumir esta experiencia de fe en la vida de aquella comunidad y de la nuestra. Pablo no presenta todos los carismas, pero los que señala insiste son para la ayuda y el crecimiento de la comunidad.

El Evangelio, como ya señalé al inicio, es muy conocido por nosotros. Presenta el mismo una situación muy familiar: Jesús y a su madre son parte de los invitados a una boda, acontecimiento muy importante en la sociedad israelita y donde se valida como un elemento significativo, la unión de una pareja.

Pero dentro de esta fiesta un hecho lleva a que se den signos maravillosos realizados por Jesús. Se les acabó el vino, señala la madre, pero aún no ha llegado su hora dice Jesús; pero no obstante María invita a los criados a hacerle caso a Jesús, a que lo escuchen. Siempre Jesús va a escuchar y María sabía esto. Así ocurre el milagro: un nuevo vino, que produjo fiesta y alegría. Un vino que superaba las expectativas de los presentes: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».

La respuesta de Jesús produjo un aumento de fe entre sus discípulos, además, claro está, de la alegría de los presentes que pudieron vivir gozosamente la fiesta de Bodas.

Concluyo la reflexión de esta semana recogiendo una mirada a este acontecimiento que me pareció muy oportuna: “J.A. Pagola, en su comentario a este evangelio, que los elementos básicos de esta lectura, el agua y el vino, son también símbolos en sí mismos. El agua se tenía, en las casas judías, en unas enormes tinajas de piedra. Guardada allí para usarla en el cumplimiento de las purificaciones que ordenaba la ley judía. Y Jesús decide cambiarle la categoría. Va a convertirla, por su Gracia, en lo imprescindible de todas las fiestas: el vino. En aquel momento de la historia, la presencia del vino era lo que convertía una simple reunión en una fiesta. Y sin vino, la fiesta devenía en un aburrimiento. El agua representa la antigua ley; el vino, la nueva fe”.

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