Fue el Cardenal J. H. Neuman quien hablando de los escándalos en la Iglesia decía: “La Iglesia parece siempre estar muriendo, pero triunfa frente a todos los cálculos humanos. La suya es una historia de caídas aterradoras, y de recuperaciones extrañas y victoriosas. La regla de la providencia es que hemos de triunfar a través del fracaso”.
Es sumamente refrescante escuchar estas palabras del Cardenal Neuman, especialmente en estos momentos profundamente dolorosos para la vida de la Iglesia. Los escándalos de abuso sexual en Chile, Estados Unidos e Irlanda, y el alegado sistema de encubrimiento, manipulación de conciencia, y abuso de poder que muestran a una Iglesia quebrantada, desprestigiada, y con aparentes signos de mortandad. Igualmente, es triste ver cómo los medios de comunicación nos avergüenzan presentando una Iglesia, en palabras de San Ambrosio, en novilunio. Es decir, privada de la luz del Sol de justicia (S. Ambrosio, Hexameron IV, 8, 32); y en situaciones que parecen sacadas de una novela de terror, que nos llevan a la tentación de dudar de la victoria del Resucitado.
En contraste con todo este sórdido escenario es triste ver el desinterés por miles de sacerdotes quienes a través del mundo se consumen por millones de niños, adolescentes y desfavorecidos. No es noticia que muchos sacerdotes recorren las ciudades de diferentes partes del mundo, recogen aquellos que han sido golpeados, maltratados y violentados; y les buscan un refugio seguro y digno. Tampoco es noticia aquellos sacerdotes que se dedican a confortar a los abandonados, enfermos y desamparados. Mucho menos es noticia que más de 60 mil de los 400 mil sacerdotes y religiosos hayan dejado su tierra natal para servir a sus hermanos en hospitales, campos de refugiados, orfanatos, escuelas, entre otros.
Asimismo, no es noticia ver a un sacerdote consumiendo su vida a favor de la comunidad a la que sirve; muchas veces en medio de grandes dificultades. Ciertamente, el ministerio sacerdotal es un ministerio discreto, tenaz y creativo, marcado a veces por las lágrimas del alma que solo Dios ve y “recoge en su odre” (Sal 55, 9). Un ministerio probado por las dificultades de un ambiente altamente secularizado, que expone la acción del sacerdote a la insidia del cansancio y del desaliento. Con no poca frecuencia olvidamos que en cada ser humano hay miserias, pobrezas y fragilidades, pero también hay belleza y bondad. Es por eso que me parece injusto insistir, a manera obsesionada y persecutoria en el tema del abuso sexual, y pierden la visión de conjunto de toda nuestra labor, provocando así una actitud ofensiva hacia el clero.
Cabe preguntar: ¿cómo los miembros de la Iglesia podemos afrontar esta crisis? El Papa Francisco asegura que la mejor palabra que podemos dar frente al dolor causado es el compromiso con la conversión personal, comunitaria y social. Reconocer que la Iglesia, al ser una con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, no busca encubrir y disimular su mal, sino que se pone en el lugar del que puede sanar las heridas: JESUCRISTO.
El Obispo Robert Barron, nos pide que luchemos por la Iglesia y no la abandonemos en medio de la crisis. Afirma que, abandonar es una estrategia equivocada. La Iglesia Católica, sus grandes principios e ideales; la Iglesia Católica, fundada en Jesucristo, el amor de Dios que se manifestó al morir en la cruz y en la resurrección; la Iglesia Católica, con todo su poder, belleza y perfección, está verdaderamente amenazada por esta terrible lacra de los abusos sexuales. Y vale la pena luchar por ella.
Muchos dirán: “Bueno, entiendo. Pero ¿cómo lucho?”. El Obispo Barron exhorta: “Luchas a través de tu ira justa. Luchas escribiéndole una carta a tu Obispo, o al Papa. Luchas con el solo hecho de estar presente en Misa. Luchas haciendo que las personas rindan cuentas. Luchas organizando a tus hermanos en la fe. Luchas convocando a los pastores para que su corazón sea uno como el de Jesús (Jer. 3, 15). Luchas de cualquier manera que puedas. Pero luchas porque crees en la Iglesia; tú amas a la Iglesia; y te darás cuenta de que, a pesar de esta terrible plaga, vale la pena luchar.
Hay que tener presente que no somos católicos por la excelencia moral de nuestros líderes. Somos católicos por Jesucristo, crucificado y resucitado de entre los muertos. Somos católicos por el amor Trinitario de Dios. Somos católicos por formar parte del cuerpo místico de Cristo. Somos católicos por los sacramentos. Somos católicos especialmente por la Eucaristía. Somos católicos por nuestra Madre santísima. Somos católicos por los santos. Incluso si nuestros pastores fallan gravemente, la Iglesia sigue siendo el cuerpo místico de Cristo.
Cuando el pueblo Israel se desviaba del camino, Dios enviaba profetas. De la misma manera, en este momento tan dramático cada uno de nosotros está llamado a ser profeta, con carisma profético, y por tanto responsables de responder a esta crisis. Los profetas de Israel no salieron huyendo cuando había problemas; por el contrario, anunciaron, denunciaron y actuaron. Y, si nosotros salimos corriendo precisamente en este tiempo de prueba, ¿quién será la voz profética que hable?
Nada de esto nos habla de seguridades, sino de lo único que el Señor nos ofrece experimentar cada día: la alegría, la paz, el perdón de nuestros pecados y la acción de su gracia. La oración y la convicción de que las dificultades presentes son también una ocasión para restablecer la confianza en la Iglesia, confianza rota por nuestros errores y pecados; y para sanar unas heridas que no dejan de sangrar. Pero son también estos los momentos que nos hacen recordar que la regla de la divina providencia es que hemos de triunfar a través del fracaso.