Queridos hermanos y hermanas:
Hoy comenzamos nuestra celebración de Pentecostés con una vigilia. Los cristianos hacemos vigilias porque el mismo Jesús nos ha dicho: “Estén en vela…” (cf Mt 24,37-44). Por lo que nuestra vigilia no es de un día sino de toda una vida, hasta su segunda venida cuya espera renovamos cada Pascua. Para San Agustín, “vivir no es otra cosa que velar y velar no es sino vivir”.
Esta vigilia nos prepara para vivir con los apóstoles una vez más la experiencia de Pentecostés. Con esta solemnidad concluimos la temporada de Pascua. La Pascua comienza y termina con el derramamiento del Espíritu Santo. Recordemos que, en la tarde de Pascua de Resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos, soplando sobre ellos el Espíritu Santo: “Reciban ustedes el Espíritu Santo”, y terminamos esta temporada de Pascua, también con el cerramiento del Espíritu Santo.
¿Qué sucedió en Pentecostés que es tan fundamental para nuestra fe y para la Iglesia? Aquí un resumen en palabras del Papa Francisco: “El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los apóstoles no solo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios»”. (Homilía Solemnidad de Pentecostés, 19 de mayo de 2013)
Según en Navidad la figura central es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, en Pentecostés, la figura céntrica es la Tercera Persona: el Espíritu Santo. Hoy, en cierto sentido, celebramos una nueva natividad de Dios. Dios, desciende de nuevo, en su Espíritu Santo, en forma de lenguas como llamaradas, para posarse sobre el ser humano.
¿A qué se refería San Juan Bautista cuando dijo: “Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”. Se refería a este día en que Dios nos bautiza con su Espíritu Santo y fuego (Lc 3, 16). Y, qué decir de las palabras de Jesús cuando una vez dijo: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc. 12, 49). En Pentecostés se cumplen esas palabras de Jesús, nos trae su fuego iluminador para hacer que la tierra arda de su amor, de su misericordia y de su paz.
De la narración de Pentecostés, es significativa esta oración: “Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”. Antes, por miedo, los apóstoles no hablaban. Sin embargo, ahora, el Espíritu Santo, les hace habar. Sin el Espíritu Santo, estaban silentes. Ahora, con el Espíritu Santo empiezan a hablar. Empezar significa comenzar algo nuevo.
Comienzan algo nuevo. Antes, quien hablaba era Jesús. Ahora, desde Pentecostés, son los apóstoles los que comienzan a hablar. ¿Pero de qué hablan? No hablan de odio, ni de venganza, ni de ellos mismos, ni del prójimo, sino de las grandezas de Dios. En Dios todo es grandeza: su creación, su amor, su perdón, su misericordia.
De Pentecostés nació una Iglesia que comenzó a hablar de las grandezas de Dios. Cuando el Espíritu Santo se posa sobre nosotros, de nuestras bocas salen palabras de la grandeza de Dios, palabras de unidad ante la diversidad. Cuando dejamos apagar esas llamaradas del Espíritu Santo, caemos entonces en la tentación de hablar no sobre la grandeza de Dios, sino sobre nuestra propia grandeza; caemos en la tentación de buscar no la gloria de Dios, sino nuestra propia gloria; de hablar no de Dios, sino del prójimo.
Por eso Pentecostés es algo qué sucedió tan lejano a nosotros y, sin embargo, es algo que podemos sentir tan cercano al punto de llegar adentro de nuestro corazones. Pentecostés es algo que no ha dejado de suceder. Pentecostés sucedió a los apóstoles y nos sucede a nosotros. Pentecostés se realiza cada vez que nos acercamos a Dios en la oración, en los sacramentos y en nuestro modo auténtico de vivir la fe.
Puerto Rico necesita vivir un nuevo Pentecostés. Esta crisis económica, social y de valores no nos puede destinar a la confusión, a la depresión, al miedo, al aislamiento como vivían los apóstoles antes de Pentecostés. No fueron las armas, ni la violencia verbal, ni las maquinaciones las que impulsaron a los apóstoles a comenzar algo nuevo sino la fuerza, el poder, el ardor, el esplendor, la maravilla del Espíritu Santo. En tiempos de tanto desconsuelo, Puerto Rico necesita la irrupción del Espíritu Consolador, el Espíritu con sus dones y frutos. El Espíritu Santo nos hace empezar algo nuevo, algo que comienza desde la novedad de nosotros mismos, pues nos hace nuevos en Cristo. Pidamos hoy los dones del Espíritu Santo no solo para cada uno de nosotros, para cada hijo e hija de nuestra Patria, sino especialmente para nuestros líderes, nuestros dirigentes, economistas, acreedores y los educadores, artistas y profesionales en las comunicaciones sociales. Solo el Espíritu Santo puede iluminarnos en esta crisis y con su luz identificar soluciones dignas, justas y misericordiosas.
Oremos queridos hermanos y hermanas, como aquellos once apóstoles, junto a María, para que aquellas mismas llamaradas de fuego se posen sobre nosotros y nos hagan hablar de las grandezas de Dios no solo con nuestras palabras, sino con nuestro amor y gestos de misericordia. ¡Ven Espíritu Santo!