La frase viene a mi mente al recordar el precepto eclesiástico de “confesar y comulgar por pascua florida…” Como joven sacerdote una vez tuve que ir en este tiempo a una aldea santanderina para que la gente cumplieses por ‘pascua florida’. Eran tiempos de Franco y de la iglesia confesional. Lo de florida sin duda aludiría al tiempo. En tierras de estaciones asomaba ya la primavera, y las flores tímidamente destapaban su cabeza al sol. Y primavera es vida que vence al frío y desolación del invierno. Primavera es el anuncio definitivo de nuestra fe. Porque somos hombres y mujeres se resurrección. Porque el Dios que adoramos, y le da sentido total a nuestra existencia de dolor y gozo, es Dios de vida, no de muerte.
Pascua es el tiempo definitivo. El creyente profundo viviría siempre como unas pascuas. Es la frase de Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. Y Pascua resume la experiencia de la Magdalena, la que supo fuertemente de amores falsos, hasta que encontró al verdadero en Jesús. Su experiencia fue encontrarlo, no como un cadáver robado por ilusos ladrones, sino a su Maestro joven, vigoroso, resucitado. Y para ella entonces, para nosotros siempre, es el Jesús “mi amor y mi esperanza”.
Nuestras familias están en esta pandemia como los apóstoles apresado Jesús “cerrados por temor a los judíos”. Los judíos son ahora esos invisibles seres llamados virus, que ni siquiera son organismos vivos, que no han llegado a la categoría de sensar y menos de pensar, y sin embargo son los terribles matones del barrio que nos aterrizan. Los apóstoles son las familias que de fuera temen la enfermedad y la muerte, por dentro sufren la ansiedad, la explosiones de carácter, el miedo por los fondos económicos que se liquidan, la angustia por un trabajo que se pierde. Es una realidad. No es la única realidad. Porque resucitó de veras mi amor y mi esperanza.
Tal vez todavía no explotan las flores alrededor del hogar. La Pascua florida la pone la fe dentro de nuestros corazones. Y flores, resurrección, vida, es sentirse en amor, crecer en el amor familiar precisamente en la crisis. Como la pareja que, acorrala por el agua de la represa que inunda la casa, llega a la azotea del edificio. Aun ahí el agua avanza. Termina la escena con el esposo agarrando una antena, sobre el su esposa, y en brazos de ella el niño. Ahí quedó la estatua para el futuro. En la muerte había amor, había vida.
Es el amor-vida que ofrece Jesús al decir “al que venga a mí, no lo echaré afuera”. Es lo que de veras perdurará incluso cuando venzamos a este virus y le hagamos sentir que el hombre, frágil como la flor, tiene todavía inteligencia para superarlo. En el iluminado libro del P. Larrañaga El Silencio de Maríatien un párrafo que ha de ser la mejor vacuna para vencer la fragilidad de la desesperación y el miedo. Es llegar y sentir el amor. El que individuamente nos tiene por gracia el Señor. El que vive el seno familiar con más fuerza aun en la debilidad. Me encanta citarlo y aquí lo entrego:
“Pero llegará el día de nuestra muerte… Ahora tenemos que internarnos tierra dentro, cada vez más a fondo, en las regiones infinitas de Dios, y la nave quedaré ahí. Y solo queda el Amor, la Vida, la Patria infinita de Dios. Ahora resta Vivir, para siempre, sumergidos, invadidos y compenetrados por el resplandor de una Presencia que todo lo cubrirá y todo lo llenará y repetiremos eternamente: Oh Padre, infinitamente amante y infinitamente amado! Esta palabras nunca envejecerán”.
P. Jorge Ambert
Para El Visitante