El pasado mes de junio se cumplió la primera década del fallecimiento de uno de los protagonistas de las letras puertorriqueñas del siglo XX: don Enrique Laguerre. Don Enrique murió en Carolina el 16 de junio de 2005, a un mes de cumplir los 100 años de vida, dejando una estela única de consistente servicio al País.

Fue el novelista más prolífico de Puerto Rico en esa centuria. Dejó 15 novelas que exploran diversos aspectos de la historia boricua: en La llamarada (1935) explora el cañaveral. Esa primera novela le ubicó en un lugar de privilegio en el panorama internacional de las letras, ya que fue comparada con las llamadas novelas de la tierra en Latinoamérica: Segundo Sombra del argentino Ricardo Güiraldes; Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos; y La vorágine del colombiano José Eustasio Rivera. Seis años más tarde, en 1941, Laguerre explora el cafetal en su novela Solar Montoya (1941). Su primera novela urbana lleva por título El 30 de febrero y fue publicada en 1943. En la misma Laguerre se inserta en el entorno universitario, y es una de sus obras más autobiográficas. Su clásico, La resaca (1949), sumerge al lector en las últimas tres décadas del siglo XIX. Con Los dedos de la mano (1951), sin embargo, don Enrique trae al lector la época de sindicatos y uniones obreras vinculadas a la zona tabacalera durante las primeras décadas del siglo XX. En La ceiba en el tiesto (1956), el escritor comparte su primera mirada a la ola migratoria que movió a una parte de la población a Nueva York. Como el pensamiento del personaje de don Chago en La carreta de René Marqués, en estas páginas Gustavo Vargas, el protagonista, ve la solución al dilema suyo regresando al terruño, a la Isla, a la “playa rosada”.

A partir de 1959, y quizás influenciado por lo que exploraban los narradores boricuas más jóvenes de aquel momento (José Luis González, René Marqués, Pedro Juan Soto y Emilio Díaz Valcárcel), Laguerre comienza a experimentar, no tan solo en el contenido, sino con aspectos técnicos como la estructura. Así sucede con El Laberinto (1959) en la que la trama toma referencia de lo acontecido en la hermana República Dominicana con el dictador Rafael Leónidas Trujillo.

Inicia la década del 60 para don Enrique con la publicación de Cauce sin río (1962) novela en la que hace una radiografía de una generación, aquellos profesionales que se desarrollaron cuando se establecía el Estado Libre Asociado y que vivían ya no en el campo ni en el arrabal, sino en urbanizaciones. Con El fuego y su aire (1970) y Los amos benévolos (1976) el novelista llega al culmen de la experimentación: en la primera hizo de cada uno de los capítulos un cuento autónomo; en la segunda las diversas voces narrativas podían estar ‘fundidas’, mezcladas en el mismo párrafo.

Don Enrique publica en los 80 su novela Infiernos privados (1986), en la que traza el impacto que tuvo la base Ramey en Aguadilla. 4 años después el escritor gravita sobre la presencia cubana en Puerto Rico en su novela Por boca de caracoles (1990). 2 años después, parte de una leyenda indígena para recrear parte de sus vivencias con un hermano suyo que fue marino mercante en Los gemelos (1992). En Proa libre sobre mar gruesa (1995) Laguerre se inserta en la vida del corsario boricua Miguel Henríquez y en el Caribe del siglo XVIII. Su última novela, Contrapunto de soledades (1999), indaga aspectos como el desamparo existencial, páginas que tienen un corte más intimista.

Muchos críticos han comparado la obra novelística de Laguerre con los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. El periodo que comprende la obra de don Enrique abarca desde el siglo XXVIII hasta las postrimerías del siglo XX. Por tal razón, ineludible es que la presencia de la tradición y fe católica esté presente de un lado a otro en su universo narrativo. Basta, entre muchos ejemplos, con recordar el lugar que tienen la devoción a la Virgen de la Monserrate y la peregrinación a la hoy Basílica Menor en Hormigueros en la trama de su novela La resaca.

Enrique Laguerre ante todo se consideraba maestro, servicio que desempeñó durante 64 años. En el periodismo también dejó su huella: desde la década del 40 y hasta su muerte escribió columnas en los medios. Cuando nadie alzaba su voz para defender la naturaleza de nuestro Archipiélago Nacional, don Enrique lo hizo con vehemencia. En esa dirección es recordado por ser uno de los primeros en oponerse a la venta de playas que realizaba el gobierno. Algunas de sus columnas están recogidas en sus libros Pulso de Puerto Rico y Polos de la cultura iberoamericana, aunque aún falta mucho por recopilar. También escribió cuentos, poesías y obras dramáticas.

Entre los múltiples reconocimientos que recibió se encuentran: el Premio Nacional de Literatura (1975) que otorga el Instituto de Cultura Puertorriqueña; Humanista del Año en 1985, distinción de la Fundación de las Humanidades; y fue nominado al Premio Nobel de Literatura en 1999.

Es mucho lo que se puede decir de don Enrique. Su obra sigue presente en nuestra cultura con adaptaciones teatrales y televisivas, nuevas ediciones de su catálogo y documentales sobre su vida. Pero queda más por hacer para que las nuevas generaciones hagan suyo ese patrimonio artístico nacional que Laguerre nos ha dejado. Con esa memoria histórica en las páginas de sus novelas podrán conocer de dónde venimos, dónde estamos y hacia dónde vamos.

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