Salimos del misterio del dolor, brotando de las sombras al alba, ¡el sol!, cantamos a la noche más dichosa, toda nuestra Iglesia celebra cantando…  ¡Vivimos para esa noche; la Pascua nos trae la vida!”.

La madrugada del 13 de julio de 1963, moría el Beato Carlos Manuel Rodríguez, escuchando las palabras del Pregón Pascual. Se lo recitó su hermano José, monje benedictino. Nuestro Beato tuvo la dicha de hacer ese paso tremendo de la muerte a la vida verdadera escuchando ese canto de victoria eterna. El Misterio de la Pascua configuró su vida, como configura la vida de todos los cristianos, pero que en los santos la configura de manera excelsa y ejemplar, simple y cotidiana, como es el amor.

Por eso Carlos Manuel, este hombre menudo, humilde y enfermizo, se convirtió en el primero de los nuestros en ser testigo y testimonio concreto de la irradiación de la Pascua en nuestra tierra. Él es nuestro hermano mayor y como hermano mayor nos dice que ese lucero que no conoce ocaso que es Cristo, brilla sobre nosotros por siempre. Y desde el Cielo, nuestro Carlos Manuel, lo contempla y nos contempla. Sabe que el misterio del amor de Jesucristo supera todas las contrariedades y problemas, sabe que el amor vence en la última batalla del paso a lo eterno. Eso es lo que hace que el flujo del amor continúe y perfore la oscura puerta de la muerte hasta la luz del Dios de la vida eterna.

San Pablo nos lo recuerda. La resurrección es consecuencia del bautismo en el cual salimos de las aguas caudalosas que nos ahogan… Es decir, la tenue luz de nuestra vida se convertirá en el estallido de una vida nueva, esplendente, resucitada.

Y desde ya comenzamos a ver indicios y atisbos de la resurrección. La vida de Carlos Manuel es un ejemplo. Él ahora es nuestro hermano mayor que nos muestra la luz que brota del cirio pascual que lleva en sus manos. Vemos indicios de resurrección en tantas vidas, de los que siguen con nosotros como de los que están gozando ya de Dios.

Ejemplos como los de los santos que están en el cielo y que todos conocemos, ejemplos de vidas cercanas que hoy y ahora sabemos que no se asustan ante la muerte y a las amenazas y siguen haciendo el bien. Son ejemplos de madres y padres y de familia que en la necesidad saben crecerse por sus hijos, ejemplos de personas enfermas de cualquier condición que a pesar de eso regalan paz y alegría… Son tantos los signos de la Pascua que nos permiten contemplar “cuánto amor viene de arriba” como decía San Ignacio de Loyola.

Ese flujo del amor es el que nos impulsa a buscar a Jesús, como lo han hecho nuestros padres en la fe y como lo hacemos nosotros ahora. Pero hay hermanos nuestros que han perdido su afán de encontrar a Jesús. Es un sentimiento común a todos. Nosotros mismos sabemos cuán doloroso es buscar al Señor cuando la pesadez de la vida cierra nuestro camino, cuando el tamaño de la piedra sepulcral aplasta nuestras esperanzas, cuando la negra noche no nos deja atisbar que la luz llegará con fuerza a cambiar la realidad.

Bien lo han dicho los “hombres refulgentes”, que son los santos.  Por eso hacen falta testigos, hombres y mujeres refulgentes no de luz propia, sino de la luz del verdadero sol: Cristo Resucitado. Nuestra vida religiosa encuentra en este relato su sentido y su vocación principal. De igual forma explica nuestra llamada como cristianos: “ser testigos”.

Eso es lo que necesitamos: testigos. Pero no los testigos de los tribunales ni de las competencias, no los del chisme ni de la vulgaridad, tampoco los de la mala noticia que nos amarga.  Necesitamos testigos de la Resurrección de Cristo: vencedor del mal, de la vulgaridad, de la injusticia y de la muerte.

¿Quién fue el primer testigo de la Resurrección? San Ignacio, en una intuición que a los teólogos les resulta todavía arriesgada, dice que a su Madre, María Santísima. Posiblemente ningún otro santo ha hecho una afirmación así. Pero es de sentido común. Jesús, el mejor hijo, seguramente va a encontrarse resucitado y victorioso con su Madre, como cualquier hijo que muestra el premio que le han otorgado a su Madre. La devoción sencilla del pueblo lo recoge en la tradicional procesión del Santo Encuentro, después de la Vigilia Pascual. La imagen de la Virgen, el día anterior vestida de Dolorosa, se viste de luz y de blanco para recibir a aquel que es la misma luz incandescente.

Esa es la luz que nos ilumina y nos cambia, que nos transforma y nos alegra… La luz de la que se vistió María Santísima, la luz que llevaba y lleva aún hoy en sus manos nuestro hermano Carlos Manuel… Vistámonos nosotros de esa luz y de esa alegría, de esa paz y ese gozo que hermosea todas las cosas para Dios…

Encomendémonos al Beato Carlos Manuel, nuestro hermano mayor, que vio y ve al Señor, y comprendió qué decirnos para ir al encuentro con el Resucitado.

P. José Cedeño Díaz-Hernández, S.J.

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here