Estamos en el Año de la Familia. Cualquiera que siga las intervenciones públicas del Papa Francisco se dará cuenta de la fuerza que le da a este tema en cada una de sus alocuciones. La Iglesia, en efecto, se siente llamada a expresar una palabra sobre el rumbo que está tomando la institución familiar y sobre el mayor o menor apoyo que las autoridades públicas y los Estados le están dando a la célula de la sociedad. La Iglesia sabe que la familia cristiana está llamada a ser sacramento, es decir, reflejo de la familia de Dios, que es a la vez misterio de unidad y de diversidad: Un solo cuerpo y un solo Espíritu, un solo Señor y un solo Dios y Padre de todos. Es el misterio de la Trinidad Santa, un solo y único Dios en tres personas distintas. También la familia humana consta de diversos miembros, fundamentalmente padres e hijos, que forman una unidad dentro de la irreductible individualidad de cada uno. El apóstol Pablo nos recomienda precisamente poner empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 1), de la misma manera que el evangelista Juan pone en boca de Jesús aquellas palabras que nos hacen uno con Él, así como Él es uno con el Padre (Jn 17, 20-26).
Pero son tantos los peligros a los que está sometida la familia y se pierde tan fácilmente el sentido del compromiso, que a la primera dificultad de convivencia o a la primera falta de entendimiento mutuo se tira por la borda el proyecto pactado y el camino recorrido hasta ese momento. Al parecer, en nuestras sociedades se ha asentado con tanta fuerza la cultura del divorcio fácil que hoy por hoy lo prácticamente excepcional es mantenerse unidos. En este sentido, la doctrina de la Santísima Trinidad, con su bellísimo fundamento teológico que le da contexto a la vocación relacional humana, puede hacernos tomar conciencia de que si bien la familia es importante desde el punto de vista sociológico, no lo es menos desde el punto de vista existencial, porque en ella el ser humano puede escuchar más fácilmente la voz de Dios que lo llama a una misión mayor, a una responsabilidad excepcional por el reino, por su paz y su justicia. Una sana relación familiar es cuna y motor de personas equilibradas existencial y espiritualmente, de seres humanos que transforman este mundo en reino de Dios, así como Dios nos transforma a cada uno según su Espíritu defensor. En la familia de Dios es el amor, es decir, el Espíritu, el vínculo que une y que lleva a la donación mutua perfecta; de igual forma, en la familia humana, reflejo de la Trinidad, el amor auténtico entre los miembros garantiza la solidez de la relación y la estabilidad. San Juan Pablo II decía en su carta a las familias de 1993 que “el matrimonio sacramento es una alianza de personas en el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el Amor, aquel Amor que es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”.
La familia es pues una comunidad de amor, tal cual lo es la comunidad divina; y es un amor que ha de ser avivado permanentemente para que no se extinga, pues sin ese avivamiento el ser humano no podrá realizarse completamente ni podrá ejercitar uno de los aspectos propios de su vocación, la entrega. Ciertamente, amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender. Quien mantiene vivo el fuego del amor se convierte en llama de amor viva, como diría San Juan de la Cruz. Así, la familia es el espacio primigenio y privilegiado del amor trinitario, cada uno de los miembros de la familia no solo será cultivado en ese amor sino que contribuirá a que no se apague.
La oración es fundamental para mantener vivo el amor y para descubrir la identidad propia de la familia. Orar en familia es el mejor modo de tomar conciencia de la importancia del amor en las relaciones en la construcción de la civilización del amor. Por la oración, la familia se constituye en Iglesia doméstica, santuario de la presencia de Dios Trinidad y lugar de evangelización.
Pidamos pues para que las familias se abran a la acción del Espíritu del Padre y del Hijo y para que la oración de Jesús en su despedida pidiendo al Padre la unidad de los suyos alcance e interpele a nuestras familias para que sean comunidades vivas de amor.
(P. Willmar Guiral, osst.)