El libro de los hechos de los apóstoles se abre con la hermosa narración del final de la vida terrena de Cristo (Hch 1, 1-11): “Lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Noticia que armoniosa y gloriosamente canta el salmo: “El Señor asciende entre aclamaciones al son de trompetas” (Sal 46). También la refiere la lectura epistolar: la fuerza poderosa de Dios “desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el Cielo” (Ef 1, 17-23); y el Evangelio (Mc 16, 15-20) no queda sin indicarla: Después de hablarles, el Señor Jesús subió al Cielo y se sentó a la derecha de Dios. Podría señalar que de manera apoteósica toda la liturgia de la palabra de hoy manifiesta el Señorío de Cristo quien queda colocado “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro” como nos resume san Pablo.
Noto unas oposiciones muy sugestivas en la liturgia de esta celebración. La primera lectura es el inicio de un libro, el Evangelio es la conclusión de otro. En la primera lectura los discípulos miran al Cielo y en la página evangélica son misionados a todos los pueblos de la Tierra. Aspirar y contemplar la gloria del Cielo no es desvincularse de la Tierra. La subida de Jesús a los Cielos no implica el desentendimiento de su parte para con nosotros o como tan líricamente dice el primer prefacio de esta celebración “para apartarse de la pequeñez de nuestra condición humana”. Sino más bien, como indica el mismo prefacio “para que lo sigamos confiadamente como miembros suyos al lugar donde nos precedió Él”. O bien como sintetiza el segundo prefacio”para hacernos compartir su divinidad”. Él que ha sido constituido Señor de Cielo y Tierra nos ha precedido triunfante y glorioso y la extraordinaria fuerza de su poder nos ha sido regalada en su resurrección.
La narración evangélica contiene una serie de sugerencias que hace Jesús impresionantemente cargadas de asombro para sus discípulos y también para nosotros en la actualidad. Expulsar demonios, coger serpientes, beber venenos y quedar invulnerables. Podría acaso resumirlas en el signo de la serpiente, signo del mal y origen de todo veneno de mortandad.
La serpiente aparece en las primeras páginas de la sagrada escritura (cfr. Gn 3) como prototipo del maligno que parece triunfar en su cometido de seducción y engaño a la humanidad; también aparece en las últimas páginas (cfr. Ap 12 y 20) como fracaso terminante del mal. Aparece como instrumento de intimidación para el faraón en Egipto (cfr. Ex 7) y hecha de bronce como instrumento de sanación para el pueblo. Esta imagen antigua de sanación aparece como referencia salvadora en el Evangelio de Juan pero aplicada a Cristo el Señor (cfr. Jn 3, 14-15).
Así, coger serpientes en las manos no es sucumbir en la tentación como el hombre y la mujer del Génesis es más bien la confianza del triunfo apocalíptico que canta a viva voz: Ahora ha venido la salvación el poder y el reino de nuestro Dios porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos. Coger serpientes en las manos no se trata de la fuerza del sometimiento imperial faraónico que conduce a la esclavitud y a la muerte, sino que se trata de la mirada confiada en el signo poderoso de libertad y de vida. Coger serpientes en la manos no es la perplejidad que ilesa contempla los cielos, sino la disposición arriesgada de anunciar en todas partes que para llegar allí con Él, una valentía indestructible que permita hasta la osadía de apresar víboras en las manos y una fe inquebrantable son siempre necesarias.
(P. Ovidio Pérez Pérez)