La playa de Vega Baja y la mar chiquita son rinconcitos de ensoñación olas que en sus vaivenes son como hamacas donde se mece la inspiración.
Así cantaba el trio Vegabajeño en los días de la poesía y el amor a todo lo creado. La playa era una porción de abrazos reivindicativos, de afectos naturales, de encuentros placenteros. La familia iba a la playa con convencimiento de que el miedo ancestral imponía respeto. Sin embargo esa aventura tenía un propósito; maquillarse de sol, respirar profundo, mirar lontananza.
De la aventura familiar se ha pasado al conflicto, al campo de batalla. La ambición desmedida y la avaricia son un binomio de luchas, sufrimientos, tergiversación. Acaparar hace referencia a “esto es mío” propio de las nuevos tiempos forjados de poder y dinero. La playa es vista como una herencia particular, como un tesoro para unos pocos. Al vanalizar los bienes naturales se procura ocupar, poner un letrero de prohibido el paso para que los desposeídos de este mundo no puedan cruzar la raya.
No es justo exprimir al país y dejar palizadas para que los pobres mantengan la disciplina impuesta. Dividir para tener de todo es una forma inquisitorial, un comienzo de ustedes y nosotros que deja rencor y violencia. Los recursos naturales son punto de referencia, invitación a la participación de todos para ratificar la importancia de la convivencia que regala flores en vez de balas y violencia.
Es malo para el País todo lo que arruina la convivencia y desgasta el instinto de familia, de somos humanos. El egoísmo y el signo del dolor no pueden llevar la voz cantante como si el País estuviera en venta. Hay una responsabilidad colectiva que impide el desafío con lo que es de todos, con la alegría de compartir. Esa actitud de nosotros podemos agrieta la convivencia y deteriora las relaciones humanas tan urgentes y necesarias.
Compartir los bienes naturales refleja un sí a la vida como ruta y camino. La continua erosión de los valores y actitudes se encarga de hacer mella en las virtudes fundamentales y así se abre paso a la pedrea y a los insultos. Se cae en la tentación de malgastar la herencia y abrir paso a la pobreza del corazón.
Para los puertorriqueños la playa es un lugar de encuentro, un regalo de Dios. Olas y arenas, palmas y sal, narran la cercanía con la inmensidad. Siempre hay un recuerdo, una oración por aquellos que viven más allá, al otro lado. La playa tiene sus sutilezas que nos llevan a dar gracias a Dios por tan espléndido paraje que nos narra la belleza de aquellas otras playas que colindan con el Altísimo.
Al surtir de piedad el anhelo de un chapuzón se converge en el amplio escenario de la puertorriqueñidad didáctica. Se aprende al ver al rico y al pobre, volviendo a ser niños, columpiándose sobre la transparencia de unas aguas que sólo interpretan un amén solemne.
Padre Efraín Zabala
Para El Visitante