La rebelión callejera en las grandes ciudades norteamericanas ha procurado, una vez más, la tierna verdad de la hermandad básica. Las marchas raciales, con lágrimas y rabia, se convirtieron en perdón mutuo, en suave acercamiento de pareceres. Las escenas macabras de un policía presionando la garganta de un ciudadano negro hasta asesinarlo, fue el detonante de un no al racismo, al prejuicio, al desprecio.
Desde el 1960, año fértil para el tema racial, no se había visto otro desaire de tal envergadura. Martin Luther King, con mayúscula, se hizo defensor de una causa noble, de una voluntad de servicio a la causa de los arrinconados por el color de la piel. La mirada corta establece colindancia de piel, engendra maldad, ofende de cerca y de lejos.
Martin Luther King se hizo predicador a tiempo completo, artesano de puentes fraternales. Su “I have a dream” fue su lema favorito; e imaginarse a los niños negros y blancos cogidos de la mano, era su más excelsa fotografía. Fue asesinado y su muerte fue un llanto colectivo, una pena que calaba hasta los huesos. Ese lúgubre suceso constituyó una pérdida irreparable para los Estados Unidos. Se perdía un eslabón luz en la cadena de las luchas raciales.
Y es que el racismo y todos los prejuicios debilitan y profanan el buen olor a Cristo que se acentúa en la humanidad. Al huir de esa consigna, el ver en los demás puntos de referencia hostiles, todo intento de prevalencia emocional o racial se hace sal y agua. Sin la mirada amorosa se cae en la insania en la irritabilidad más destructiva. Se comienza la rivalidad como punto de referencia, el maltrato como venganza y explosión del odio.
Amar al prójimo es fervor dulce que va a la médula del ser humano. Sobre los recaudos amorosos se asienta la paz, vibra la justicia, se aligera la participación noble y generosa. El que ama doblega a la avaricia, el robo, a la difamación. “Todo hombre es mi hermano” representa una verdad clara y contundente. No puede ser un cliché, ni una frase para impresionar.
No existe forma alguna de construir la ciudad si no se vierte en el corazón del hombre y de la mujer la básica cercanía de hermandad, que esparce ideales siempre nuevos y un entusiasmo renovador que siembra optimismo y anhelos de superación. Esa manera de matar desde la impiedad y el egoísmo devorador fomenta la decadencia y la caída de los grandes ideales.
Regresar a la consigna básica de amar al prójimo es fundamental para apagar el fuego desatado por la muerte de un hombre negro. La tribuna pública, esparcida por toda la nación norteamericana así lo dicta. Entender el momento presente es amarrar la paz en cada vecindario para que la convivencia social no sea un caos sino una fiesta de voluntades que abre la fascinación por la convivencia de todos.