Misa de envío por la Juventud y la Familia en María Auxiliadora en Cantera, 7 de febrero


Queridos hermanos y hermanas de la comunidad parroquial de María Auxiliadora en Cantera.

Es muy conmovedor este encuentro en ocasión de esta Misa de Envío por la Familia y la Juventud durante la cual también tendré el privilegio de confirmar un grupo de jóvenes y adultos de la parroquia.

Al Padre Colacho agradecemos su acogida, y a los agentes de la pastoral de la familia y la pastoral de la juventud agradecemos su servicio a la misión de la Iglesia y a los catequistas. Como también agradecemos al coro, y a cuantas personas (tantas manos invisibles) que han colaborado para esta liturgia.

El profeta Isaías, en la primera lectura de hoy, nos dice que uno de los serafines voló hacia él, llevando en su mano una brasa que había tomado con unas tenazas de encima del altar; que con la brasa tocó sus labios y que le dijo “tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado”. Acto seguido, oyó la voz del Señor que le decía: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”. Yo respondí: “¡Aquí estoy: envíame!”.

Una brasa es un pedazo de madera encendido que se retira de un fuego. Esa brasa me recuerda las lenguas como de fuego que en Pentecostés descendieron sobre los apóstoles; y que hoy descienden sobre los confirmandos y confirmandas. Tanto esa brasa que tocó los labios de Isaías como las llamaradas de fuego en Pentecostés son gestos de Dios para purificarnos, para limpiar nuestras culpas y borrar nuestros pecados y para transformarnos.

El envío, tanto en Isaías como en Pentecostés, es precedido por esta purificación, por este perdón de Dios. Así ha de suceder con todos y todas nosotros: Dios nos envía, nos pide que salgamos a evangelizar, que salgamos al encuentro del otro, pero antes, nos quiere limpios, nos quiere convertidos, transformados y fortalecidos. Los sacramentos nos limpian, nos fortalecen, nos preparan. Son como brasas que nos tocan pero no nos queman, porque son luz que alumbran e iluminan, es calor que hace arder nuestros corazones.

En este Año de la Misericordia, el sacramento de la Reconciliación es como esa brasa que toca los labios de Isaías pues borra nuestras culpas, limpia nuestros pecados. Isaías se hace disponible para Dios, se hace disponible para ser enviado una vez siente que está reconciliado con Dios. Sea así con nuestros jóvenes y adultos que se confirman y para nosotros los participantes de esta misa de envío.

San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos dice que antes de ser enviado tuvo un encuentro con Jesús: “Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto”. ¿Qué es eso del fruto de un aborto natural? El aborto natural es una criatura muerta antes de nacer. Si permanece muerta, no hay fruto. El fruto del aborto del que nos habla San Pablo consiste en que surja vida de aquello que yace muerto. El pecado nos mata. San Pablo perseguía cristianos, odiaba a los cristianos. El odio, la violencia, la persecución, la indiferencia y el egoísmo nos matan, matan al prójimo, matan a la sociedad, especialmente a los pobres.

La maldad y el pecado aunque pueden matar, también pueden morir. Con un cambio de movida podemos exterminar al que nos mata, al que nos hunde: al pecado. Con la conversión damos muerte al pecado y la misericordia de Dios es nuestra única esperanza. ¡Que venga la esperanza! San Pablo, antes de ser enviado, experimentó un encuentro personal con Cristo vivo.

Recordemos: primero el encuentro y luego el envío porque de lo contrario, iremos vacíos, sin Cristo, sin la experiencia de su encuentro que lo cambia todo. Seamos personas de encuentro. Quien ha encontrado a Jesús es capaz de encontrarlo todo porque ya lo ha encontrado todo.

En el Evangelio de hoy vemos que Pedro, ante el encuentro con Jesús y ver el milagro en la pesca, lo primero que se le ocurre decir es: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”. Pedro se da cuenta de dos cosas: primero de sus limitaciones, de su pequeñez humana, de sus pecados. De la otra cosa que se da cuenta Pedro es de la santidad de Jesús, de su poder. Él piensa que es poca cosa ante Dios, piensa que su naturaleza pecadora es motivo para estar alejado de Dios. Pide distancia. Sin embargo, Jesús actúa conforme a su misión: atraer a todos hacia sí. Es por eso que Jesús, al que le pide que se aleje, lo acerca y lo invita a seguirle y lo hace pescador de hombres, de mujeres, de ancianos, de niños, de pecadores y pecadoras.

Estas tres personas de las lecturas de hoy: Isaías, Pablo y Pedro, personas con pecados, fueron enviadas por Dios a llevar su mensaje de salvación. Dios les conocía, sabía de sus fallas y debilidades y aun así los destinó a ser luz del mundo. Pero antes, tuvieron una experiencia de Dios que les transformó, que les borró sus culpas y que los impulsó a ser las mismas personas pero con actitudes distintas.

Termina el evangelio con esta cita: “Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron”. Primero hay que atracar las barcas, es decir, actuar con responsabilidad ante los demás. Después, hay que abandonarlo todo, todo lo que ensucia (el pecado, el odio, la violencia, el ocio, el chisme, la indiferencia). Y luego, y solo así, podemos seguirlo, seguirlo como enviados como testigos alegres y creíbles de que Jesús salva, perdona, limpia, cura y nos ama.

Comentando sobre la pesca milagrosa, dijo San Agustín: “En la primera pesca no había dicho que las echasen a la derecha, para no dar a entender que habría solo buenos; ni a la izquierda, para no dar a entender que todos serían malos, sino que las redes se echaron indistintamente a un lado y a otro, puesto que iba a haber buenos y malos”. (Sermón 252 A). A nosotros también, Jesús nos envía a todos y todas: buenos y malos. Nadie queda excluido de la misericordia de Dios, de la Buena Nueva.

Hoy Jesús les envía a distintos campos: a unos a la familia, a otros a la juventud y a todos y todas nos envía a servir a nuestro prójimo. No podemos desanimarnos como Pedro si al echar las redes, las mismas permanecen vacías. Ante el desaliento humano, está la insistencia de Jesús a seguir remando y no en la orilla, sino aventurarnos a remar en lo profundo, mar adentro. Solo hay pesca milagrosa cuando no desistimos, cuando vencemos el desánimo y decimos con Pedro: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes”. Y nosotros también salimos hoy de aquí, salimos con mucha alegría, salimos sin temor porque con Pedro decimos: “Maestro, si tú lo dices, echaré las redes”. Seamos todos y todas pescadores y pescadoras para la vida del mundo, especialmente por la justicia, la paz y la unidad de Patria. Que el Señor les bendiga y les proteja siempre.

 

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