Tema borrascoso, pero oportuno y necesario. Es cuestión de aceptar el riesgo de ser mal interpretado. En estos tiempos difíciles, dónde la oratoria tirana y el fanatismo público, opacan la razón, se justifica el atrevimiento. ¿Acaso el Evangelio es para encerrarlo en la sacristía, junto al aroma del incienso? La eterna amenaza para los seguidores de Cristo es el “alzhéimer espiritual”, como bien lo expresó el Papa
Francisco. O sea, la tendencia a olvidar que la Palabra es oportuna “a tiempo y a destiempo”, (2 Tim 4, 2).
Es esa Palabra la que debe iluminar y rescatar la esperanza en la incansable lucha de alcanzar el bien común. La práctica religiosa que Jesús confrontó con consecuencia de su propia muerte, fue la del “establecimiento”. El claramente predicó contra la vida enajenante del Pueblo de Israel, que fieles a la Ley de Moisés, adulteraban todo su significado y propósito. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas que pagan el diezmo de la menta, del anís y del comino, y han descuidado los preceptos más importantes de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Estas son las cosas que debían haber hecho, sin descuidar aquéllas. ¡Guías ciegos, que cuelan el mosquito y se tragan el camello!, (Mt. 23,23-24).
“La justicia, la misericordia y la fidelidad”… entre otras virtudes, son las que fundamentan el logro del bien común. Los grandes pensadores de todos los tiempos, insistían que el bienestar de todos, está por encima del bien individual, o de algún grupo en particular. Cuando en un momento dado en la historia de un pueblo, el desconcierto de la sociedad, amenaza ese bien común, ¿quién tiene la autoridad moral para confrontar la situación? ¡Ciertamente, no las autoridades politizadas que tienden a velar por sus intereses creados! El “poder” sobre un pueblo es siempre delicado y peligroso. Lo que nos trae al tema de la política.
En una “demo-cracia” (poder del pueblo), se eligen unos líderes servidores que asumen la responsabilidad de buscar, lograr y defender el bienestar de todos, en todos los renglones de la vida. Cuando esa diligencia pública se torna matizada por posible corrupción y parcialismos, cesa entonces su autoridad moral. La política (del griego, “polis” = ciudad; “politikos” = perteneciente a los ciudadanos), como sus raíces indican, es propiedad del pueblo. Es el pueblo que delega la autoridad a los líderes servidores, escogidos por votación libre y voluntaria. De ahí, la sabiduría de que el servicio público delegado, sea usualmente limitado por un espacio de tiempo razonable. Fueron dos pensadores de antaño, quienes advirtieron sabiamente, El poder corrompe (Lord John D. Acton; 1834-1902) y El triunfo no da derecho a ser canalla (Luis Muñoz Marín; 1898-1980). Entiéndase así, el riesgo y peligro que siempre han sido amenazas del poder político, y de un supuesto bien común malogrado por la parcialidad de un partidismo político. No hay duda, que el juego político requiere la libertad de establecer “partidos”, o sea grupos específicos que plantean ideales particulares en la búsqueda del bien común del pueblo. Estos grupos partidistas, se rigen bajo normas ya establecidas por la Constitución de cada país.
En lo concreto de la experiencia política, sin embargo, hay que reconocer que habrá algunos en la sociedad, que, desde la incapacidad de razonar adecuadamente o como víctimas del arrastre de la masa, tiendan hacia lo que es irrazonable o inalcanzable. Lamentablemente, esa gestión pública, necesaria e importante para el bien común, se puede deteriorar, hasta el punto que algunos, hastiados por lo negativo del encargo, señalan, “La política es sucia’ o peor, “Los políticos son unos ladrones”. Por eso, de vuelta a la pregunta anterior planteada, “¿quién tiene la autoridad moral para confrontar la situación?”
Habría que tener cautela al responder la pregunta para evitar simplismos y respuestas beatas. En el escenario de un mundo carcomido por el pecado y la maldad, tendríamos que acudir, inevitablemente al Evangelio de Jesucristo. (Interpretando que ese Evangelio se le dio a la Iglesia, no solo para efectos de la salvación eterna, sino también, y con mayor urgencia, para efectos de aprender a cómo vivir aquí en la tierra). Desde la perspectiva de la fe entonces, se señala a la Iglesia de Jesucristo como la que tiene esa autoridad moral tan necesitada. Y esto también consciente del peligro del simplismo, ya mencionado. Sí, esa Iglesia, ¡la misma que se conoce santa y pecadora!
A los pastores de la Iglesia no les corresponde ofrecer opiniones partidistas, siempre evitando insinuaciones de favoritismo alguno. La responsabilidad es la de informar y formar la conciencia del pueblo cristiano. La doctrina de la Iglesia sobre la justicia social, la paz, los derechos humanos, defensa de la vida, la moral y la ética de los sistemas políticos, etc. es extenso y bastante claro. Les toca a los pastores pues, velar en su diligencia pastoral, por inspirar, motivar e iluminar al pueblo santo de Dios en su gestión cívica. Claro, especialmente en estos tiempos que se avecinan los sufragios electorales y cuando el campo partidista corre el riesgo de convertirse en todo un “circo de anormalidades”.
(Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.)