(Miércoles, 14 de septiembre en la Catedral de San Juan)
Querido pueblo santo de Dios:
Hoy es un día de mucha alegría y de mucha esperanza para nuestra Iglesia particular de San Juan de Puerto Rico. Un hermano nuestro, Ernesto González González, un hijo de esta Iglesia y de nuestra Patria va a ser ordenado diácono en vías al ministerio sacerdotal.
Ernesto, hace varios años iniciaste un camino de formación espiritual, humana, académica, un camino de discernimiento para entender, madurar, fortalecer esa llamada al sacerdocio que sentías en el corazón. Viniste al Seminario, donde has pasado varios años, y hoy, tú, al igual que la Iglesia, están convencidos de que has sido escogido por Cristo para servirle como ministro ordenado.
Hoy, damos gracias a Dios por tu sí; un sí, como el de María, que comenzó en tu casa, por ello agradecemos a tus queridos padres: Ernesto González Sánchez y Luz Delia González Morales y a tus queridos abuelos también presentes: don Ernesto González y doña Lydia Estel Sánchez y a toda tu querida familia.
Un sí, que vino a ser moldeado y discernido en el Seminario. Damos gracias a Mons. Iván Huertas, vicario para las Vocaciones y a tus formadores y profesores en San Dámaso. Damos también gracias a nuestros hermanos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y seminaristas cuya presencia atestigua la comunión fraternal tan necesaria para fomentar la unidad y reconocer los diversos carismas con los que el Señor bendice y enriquece a su Iglesia.
Damos gracias también a Padre Bengie, rector de la Catedral y a su equipo de trabajo; al maestro de ceremonias, el Sr. Luis Dacosta y al coro de San Esteban Protomártir en Toa Alta.
Ernesto, te ordenas diácono en un día muy especial para la Iglesia: la celebración de la exaltación de la santa Cruz. Esta cruz exaltada no es cualquier cruz, no es una cruz vacía, ni con adornos, ni de metales preciosos. Es una cruz ensangrentada, una cruz traspasada, una cruz donde pende la salvación del mundo, de la cual, a partir de hoy, serás consagrado un servidor. Es una cruz, como sugiere el Evangelio de hoy, que ha de ser exaltada, todos los que crean en ella, serán curados porque en la cruz de Cristo, somos curados del odio, de la violencia, de la maldad y de la muerte eterna.
En esta cruz exaltada que celebramos hoy, está en ella Cristo crucificado, que, como decía San Pablo, “Cristo crucificado es un escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados” (1 Cor. 1, 23-24).
Ernesto, en la cruz exaltada encontrarás todo lo que necesitas para crecer en la santidad como ministro de Dios: especialmente en fuerza y sabiduría. La fuerza y la sabiduría que necesita un diácono y luego como sacerdote no la puedes buscar dentro de ti mismo, dentro de tus cualidades y méritos, porque todos, somos indignos siervos, sino, la debes buscar contemplando el Misterio de la Cruz de Cristo la cual estamos llamados a exaltar cada día de nuestras vidas con nuestro servicio, con nuestro testimonio, con la evangelización y nuestras acciones.
Decía el Papa Francisco que es posible comprender “un poquito” el misterio de la cruz “de rodillas, en la oración”, pero también con “las lágrimas”. Esto es bien profundo porque nos dice cómo ha de ser vivida verdaderamente la vida diaconal y sacerdotal.
Con oración: la oración es el pan nuestro de cada día. Y, las lágrimas son frutos de ese amor por el pueblo santo de Dios a quien Dios te ha llamado a servir. Las lágrimas por el llanto de tanta pobreza, de tanta miseria, de tanta indiferencia, de tanto dolor e injusticias por que hay en medio nuestro. Lágrimas que son distintivas de un ministro con corazón de pastor, de aquellos que debemos oler a oveja, porque estamos en medio de ellas para curarlas, cuidarlas y amarlas. Unas lágrimas que se nutren del agua del costado de Cristo, exaltado en su cruz. Solo subiendo al árbol de la cruz podemos ser confortados con el agua que brota de su costado y “ser misericordiosos como el Padre es misericordioso” (Lc. 6,16).
Ernesto, esa cruz exaltada que celebramos hoy en el día de tu ordenación diaconal ha de ser el signo más visible de tu ministerio. De esa cruz brota todo lo que se requiere para ser un diacono servidor a ejemplo de Cristo. De esa cruz brota el amor sin límites, el amor a tiempo y destiempo, el amor aún a quienes nos ofenden. De esa cruz brota el perdón sin condiciones, sin restricciones, sin caducidad; de esa cruz brota la ternura y la misericordia de Dios. Te ordenas diácono en el Año Jubilar de la Misericordia. Un año que jamás termina para un ordenado porque siempre, siempre estamos llamados a ser misericordiosos como el Padre, a testimoniar la misericordia de Dios, a predicarla y practicarla. La misericordia, para los ordenados, nunca debe ser un eslogan, sino un estilo de vida a ejemplo de Cristo, la misericordia encarnada.
Querido hermano Ernesto, entras al diaconado en el día en que la Iglesia centra su atención en la cruz exaltada con Cristo crucificado en su centro mismo. A esta cruz, los padres de la Iglesia le suelen llamar, el árbol de la cruz. Un árbol plantado en medio del nuevo paraíso que se nos da por medio de Cristo.
Narraba san Lucas que, una vez, un hombre diminuto, Zaqueo, quería ver a Jesús que pasaba por el camino. Para poder verlo, tuvo que subirse a un árbol. Comentando este suceso evangélico decía San Agustín: “Si tengo que ser como Zaqueo, no podré ver a Jesús a causa de la muchedumbre. No te entristezcas, sube al árbol del que Jesús estuvo colgado por ti y lo verás”, (Sermón, 174).
Ve esta ordenación diaconal, como un nuevo paso para subir al árbol de la cruz, para poder contemplarlo de una manera especial, cercana e íntima y fijar tus ojos en Jesús, para poder mirar a su pueblo con ojos de ternura y misericordia.
Ser diácono, ser sacerdote es subirse al árbol de la cruz con Cristo mismo para redimir, en nombre de Cristo, a su pueblo santo. Ese es el camino, Ernesto. Un camino, que cuando se abraza con amor, con entrega y con fidelidad, es motivo de alegría, es fuente de sabiduría y manantial de fortaleza. Solo quien sube a este árbol de la cruz por amor a Cristo y con amor por su pueblo puede decir con el salmista: “mi copa está rebosando”, (Sal, 23, 5).
En este nuevo caminar en tu vida, Ernesto, al subir al árbol de la cruz de Cristo, veremos allí a María, al pie de la cruz. Ella no nos abandona en nuestras cruces, al contrario, ora e intercede por todos y todas. Que ella, Nuestra Señora de la Divina Providencia, Patrona Principal de toda la nación puertorriqueña, te acompañe en tu nuevo caminar, ahora y en la hora de tu muerte. Amén.