Homilía del P. Rubén Antonio González Medina cmf,

Obispo de la Diócesis de Caguas

con ocasión de la erección canónica y bendición

del Monasterio Santa Clara en Cidra

12 de diciembre de 2015

 

“Vengan a mí los que me aman y sáciense de mis frutos;

mi nombre es más dulce que la miel, y mi herencia,

mejor que los panales”.

 

¡Paz y Bien y santa Alegría!

 

Llenos de júbilo y como una gracia especial para nuestra querida Diócesis de Caguas, en esta Festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, a unos días de haber iniciado el Jubileo extraordinario de la Misericordia promulgado por el Papa Francisco, y recordando las sabias palabras de San Juan Pablo II quién decía que «ninguna Iglesia particular podía llegar a su madurez si es que no había en ella vida contemplativa», erigimos canónicamente y bendecimos este monasterio de las Hermanas Clarisas aquí en Cidra, Puerto Rico.

Un monasterio es un lugar privilegiado de revelación y comunicación de Dios, es un lugar de experiencia profunda y única del amor a Dios. Es un ámbito de lucha y de tentación, de prueba y fidelidad. No es una especie de refugio, un paréntesis en la vida, un vacío, una ausencia. Es un lugar privilegiado donde se da el encuentro: con Dios, con uno mismo y con las realidades de nuestro propio mundo.

Si vivir en un monasterio significara una simple “fuga del mundo”, sería el lugar más vacío, desolador y temible. El ser humano no nació para estar solo. Dios nos hizo esencialmente para la comunicación y para el don. Es allí donde solo se realiza plenamente nuestra vocación humano-divina. Una cosa es sentirse desoladamente solo (abominable encuentro con el vacío y la lucha personal) y otra es vivir en la soledad y en el silencio la privilegiada e inefable presencia de Aquel que nos dice todo y obra todo en todos.

Una contemplativa, que vive fecundamente en su soledad, es una mujer que experimenta el gozo de una doble presencia: el don de Dios y la espera de la humanidad. Ella sabe que en el monasterio le espera Dios y que el mundo tiene urgente necesidad de este encuentro para ser iluminado, pacificado y salvado. De ahí que su vida esté centrada en la escucha de la Palabra y en la gozosa dedicación a la oración. Ella se siente interpelada por el Creador, que nos dice hoy el libro de la Sabiduría: “Vengan a mí los que me aman y sáciense de mis frutos; mi nombre es más dulce que la miel, y mi herencia, mejor que los panales”.

De igual forma que en el Templo se escucha, se recibe, se engendra la Palabra, en un monasterio se escucha la Palabra de Dios no solo para entenderla, sino fundamentalmente para saborearla y aprender a entregar el fruto de lo contemplado. Y así poder decir con el salmista: “conozca la tierra tus caminos y todos los pueblos tu salvación”.

Hermanos y hermanas, la palabra de Dios no viene a nosotros simplemente para hacernos felices y llenarnos de su presencia. Viene esencialmente para hacernos testigos y profetas. Es una Palabra que tiene que ser recibida en la pobreza, gustada en el silencio contemplativo y realizada en la disponibilidad. Solo entran en la profundidad de la Palabra de Dios los que tienen corazón de pobres. Por eso, la pobreza es indispensable para la contemplación.

Quizás alguno de los presentes se pregunte: ¿Cuál es la misión evangelizadora de un monasterio? Porque parecería que su vida es inútil. No dan catequesis, no cuidan, ni visitan enfermos, no dan clases… aparentemente no hacen nada.

La Vida contemplativa es una llamada al amor por el amor en sí mismo. Es un acto continuo de adoración, pues manifiesta la Supremacía de Dios, la total validez de su Amor como valor Absoluto que llena de plenitud. Lo que define la contemplación no es la separación del mundo, sino la particular atención a la Palabra de Dios y la gozosa dedicación a la oración. La separación del mundo – manifestada en la clausura – es solo un medio, no un fin.

Tengamos presente que la vida religiosa, y sobre todo la vida contemplativa, en nuestra Iglesia, se compara con los holocaustos del Antiguo Testamento. En el pueblo de Israel había dos modos de ofrecer dones a Dios: sacrificios y holocaustos. En el sacrificio se inmolaba una víctima, una res generalmente; se le ofrecía a Dios, pero su carne la aprovechaban después los sacerdotes y los fieles. En los holocaustos, sin embargo, una vez ofrecida la res, se quemaba por completo y no se podía aprovechar nada del animal para beneficio del sacerdote o de la comunidad, esa ofrenda pertenecía totalmente y exclusivamente a Dios.

Esta aparente “inutilidad” es la expresión más alta de adoración, porque es entender que Dios es tan grande que merece que se le dediquen los mejores regalos sin otra utilidad que la de dárselo, que la de brindarle lo que ya es suyo.

Este es el significado de las comunidades contemplativas: no dan catequesis, no visitan familias, no sirven a la sociedad, no predican la Palabra. Aparentemente es una vida inútil, inservible; no productiva, y justamente por eso, su vida contemplativa consagrada a Dios en el silencio, en el anonimato, en la ausencia de motivaciones y recompensas o frutos material, y alimentada única y sustancialmente de la fe y la esperanza en el Amor de Dios, es un acto continuo de adoración. Pues manifiesta plenamente la Supremacía de Dios, la total validez de su Amor como Valor Absoluto que llena de plenitud, realiza y da sentido a una vida humana que se entrega por completo a su servicio.

La presencia de la Vida Contemplativa en la Iglesia, constituyendo el Corazón del Cuerpo Místico, usando la metáfora de santa Teresita del Niño Jesús, quiere dejar bien claro ante toda la humanidad que Dios es tan grande, tan inmenso, que bien vale entregarle la vida que Él nos regaló primero para que se consuma, sin ningún otro provecho, en su honor, en total abandono y desprendimiento, por pura adoración, por puro amor al Amor, sin buscar más motivos: que a DIOS, porque eso basta.

Estas mujeres de fe que hoy asumen con gran alegría la vida claustral buscan vivir en continua adoración a Dios siguiendo el estilo de vida de Santa Clara y San Francisco de Asís, vida de adoración, silencio, pobreza, sencillez, clausura. Por eso, con María la muy amada y favorecida de Dios, podemos cantar juntos con ellas: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”.

Que este monasterio que hoy erigimos y bendecimos en nuestra querida diócesis de Caguas sea un memorial perpetuo de que “el Creador ha establecido su morada en medio de nosotros”. Sea manantial de misericordia, donde podamos detenernos de vez en cuando, para beber de sus cristalinas aguas. Ciudad escogida donde podamos descansar y en el silencio escuchar lo que Dios nos quiere decir, porque quién “lo escucha no fracasa y el que pone en práctica su palabra no pecara”.

Hermanas Clarisas, ha llegado el día tan anhelado y esperado por todas ustedes…. Yo solo quiero recordarles algunas Palabras de Santa Clara y que sé que ustedes bien conocen, a cada una en su nombre le digo:

 

“Mírate cada día en el espejo de la pobreza,

la humildad y la caridad de Cristo,

y observa en Él tu rostro”.

“Pon cada día tu alma ante ese espejo (Cristo)
y escruta continuamente tu rostro en él,
para poder adornarte de todas las virtudes”.

“Si sufres con Cristo, reinarás con él;
si con él lloras, con él gozarás;
si mueres con él en la cruz de la tribulación,
poseerás las moradas eternas
en el esplendor de los santos
y tu nombre, inscrito en el libro de la vida,
será glorioso entre los hombres”.

“Les bendigo en mi vida y después de mi muerte,

en cuanto puedo y más aún de lo que puedo,

con todas las bendiciones con que el Padre de las misericordias

bendijo a sus hijos e hijas y los bendecirá en el cielo y en la tierra.

El Señor esté siempre con ustedes y ustedes estén siempre con El”.

 

Que Santa María de Guadalupe, en cuya festividad erigimos y bendecimos este monasterio a cuyo corazón inmaculado encomendamos, conceda a esta comunidad de hermanas Clarisas y a nuestra Iglesia diocesana de Caguas abundantes vocaciones, que con su testimonio de vida hagan presente el amor misericordioso, compasivo y tierno de nuestro Buen Dios.

 

¡Alabado sea Jesucristo, rostro misericordioso del Padre,

que es el mismo, ayer hoy y siempre!

 

 

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