(Mensaje completo del Cardenal Cupich, Arzobispo de Chicago, durante el Congreso Latinoamericano sobre la Prevención del Abuso de Menores en la Iglesia Católica ofrecido el 8 de noviembre en la Universidad Pontificia de México).
Quiero comenzar expresando mi gratitud a los organizadores de esta conferencia, especialmente a mi hermano, el cardenal Carlos Aguiar Retes, por su invitación. Hemos aprendido mucho al escuchar la sabiduría y la experiencia de cada uno en estos días. Conversaciones como estas son importantes para que la iglesia pueda seguir aumentando su comprensión de este tema crucial. Pero más importante, necesitaremos escuchar a las víctimas-sobrevivientes y acompañarlas. Les debemos mucho a ellas. Debido a su valentía es que la iglesia ha comenzado el proceso esencial de auténtica purificación.
Con esa convicción en mente, quiero compartir una historia sobre la primera vez que escuché a una víctima cuando era yo un obispo nuevo en una diócesis mayormente rural.
Un día, un hombre de unos cincuenta y tantos años vino a mi oficina y compartió la dolorosa historia de haber sido abusado sexualmente por su pastor. Él comenzó a servir en las misas cuando tenía nueve años y el pastor siempre le pedía que se quedara después para ordenar la sacristía. Un día, el sacerdote lo llevó al sótano y abusó sexualmente de él. Él hizo esto cada domingo durante cuatro años. Después de abusarlo, el sacerdote caminaba con el niño a su casa y cenaba con la familia del niño. Añadiendo otra capa demoníaca de dolor al abuso mismo, cada sábado el sacerdote conducía al niño a otra ciudad y lo forzaba a confesar sus supuestos pecados a otro sacerdote. Finalmente, el niño tuvo el valor de decirle a su padre y el abuso se detuvo. Al ver el sufrimiento en los ojos de esta víctima-sobreviviente, ser testigo de su valentía al compartir esta horrible experiencia conmigo, yo supe que tenía que actuar.
Él quería encontrarse con su abusador, así que arreglé una reunión, a la que yo también asistí. El sacerdote no negó las alegaciones. También notifiqué a los organismos del orden público local, removí sus facultades para el ministerio y lo informé a la Santa Sede, lo que eventualmente resultó en su remoción del estado clerical. También viajé con la víctima el siguiente fin de semana a la parroquia donde el abuso tuvo lugar y le dije a la congregación acerca del abuso. Después de la misa, invité a la congregación a acompañarme al vestíbulo de la iglesia y removimos la foto de su antiguo pastor.
Todo lo que quiero decirles hoy sobre la purificación eclesial está en la historia de mi encuentro con esta víctima. Pone en relieve cuatro elementos de la purificación que yo he tratado de seguir desde la visita de esta víctima.
El primer elemento es la solidaridad. A medida que escuchaba a esta víctima, me daba cuenta de que estaba escuchando a un niño de nueve años, hablándome con toda la vulnerabilidad que pertenece a esa tierna edad. Es a este nivel de profunda vulnerabilidad que debemos conectarnos con aquellos que han sido lastimados. Si no lo hacemos, entonces seremos tentados a relacionarnos con las víctimas en el peor de los casos a la defensiva y en el mejor, indiferentes, como un inconveniente que deba ser soportado.
Meses después de que los escándalos en Boston hicieron erupción en 2002, nuestra conferencia episcopal se reunió en Dallas, sabiendo que primero teníamos que escuchar. Escuchamos a víctimas-sobrevivientes, a un historiador y a un psicólogo. El último orador fue la periodista Margaret O’Brien Steinfels, quien en ese entonces era la editora en jefe de Commonweal, una revista católica editada por laicos. Entre otras cosas, ella recurrió a las ideas del gran teólogo francés Henri de Lubac en su libro Meditación sobre la Iglesia:
“Todos somos humanos”, escribió de Lubac “y ninguno de nosotros desconoce nuestra propia desgracia e incapacidad; porque después de todo, seguimos frotando nuestras narices en nuestras propias limitaciones. Todos, en un momento u otro, nos hemos atrapado a nosotros mismos con las manos en la masa. . . tratando de servir a una causa santa por medios dudosos”.
De Lubac continúa diciendo que cuando el autoengaño viene en forma de una “crítica que siempre se dirige hacia afuera, puede que no sea más que la búsqueda de una coartada diseñada para permitirnos esquivar el examen de nuestras conciencias”. Concluye que el único antídoto a tal autoengaño es: “una humilde aceptación de la solidaridad católica que quizás será más provechosa para nosotros al sacarnos de algunas de nuestras ilusiones”.
El camino a la purificación eclesial comienza al nivel de la solidaridad con las víctimas, abrazando nuestra conexión con ellos al nivel profundo de nuestra vulnerabilidad común. Esto significa, dijo Steinfels a los obispos, reconocer que: “Estas son las víctimas de la iglesia, nuestras víctimas y los victimarios de la iglesia, nuestros victimarios. La solidaridad rara vez ha sido tan dolorosa, o tan difícil de mantener, o inspirado tanta humildad, o, al final, tan importante”.
Fue por esta razón que el Santo Padre, en preparación para la reunión de febrero sobre la protección infantil, pidió a los participantes reunirse con víctimas en sus propios países. Él comprendió que la purificación comienza con la solidaridad.
Pero la purificación que comienza en solidaridad debe profundizarse a través del segundo elemento: la sinodalidad. Viajar con la víctima a la parroquia de su infancia donde ocurrió el abuso, y pedir a la comunidad que me acompañara después de la misa al lobby de la iglesia, se ha convertido para mí en un símbolo del enfoque que el Santo Padre nos ha pedido al abordar este escándalo. La iglesia entera debe caminar conjuntamente hacia la sanación de las víctimas-sobrevivientes, la protección de los vulnerables, y la rendición de cuentas de aquellos que los lastimaron y les fallaron. Así como la solidaridad nos permite conectarnos con aquellos que han sido lastimados a un profundo nivel humano, así también la sinodalidad nos inspira a estar cerca de ellos y viajar con ellos. Nunca debe sugerirse que las víctimas deberían “superarlo”, o que es momento de seguir adelante y dejar todo en el pasado. Lo que ha sucedido es parte de nuestra historia. Sí, debemos caminar hacia adelante al futuro, pero debemos hacerlo del brazo de aquellos que han sido heridos. ¿No es esa acaso la invitación del Señor Resucitado, que apareció a los discípulos no en un estado perfecto glorificado sino con sus heridas profundas completamente expuestas? Solamente cuando Tomás aceptó a su Señor y tocó sus heridas, pudo él y los otros discípulos comprender lo que significa seguir al Señor Resucitado. Significa caminar con el herido en medio de nosotros. Las víctimas-sobrevivientes son una manifestación del Señor Resucitado, recordándonos lo que significa ser Su discípulo. El Santo Padre ha proporcionado un poderoso ejemplo a todos los obispos al reunirse regularmente y mantenerse en contacto con las víctimas. Él nos recuerda que la primera exigencia para un apóstol es ser testigo del Señor Resucitado y Herido.
Así como la sinodalidad da sostenibilidad a la purificación necesaria, un tercer elemento, la conversión, la mantiene auténtica. En 2002, nuestra Conferencia Episcopal y cada diócesis establecieron procedimientos para lidiar con los sacerdotes que han abusado. Sin embargo, como ahora queda claro, fallamos en hacernos responsables como obispos. Eso ha expuesto la falla en nuestra estrategia para purificar la iglesia de este flagelo. Perdimos de vista la verdad en nuestra tradición de que la purificación viene a través de una conversión que nos cuesta algo y nos hace exigencias, no solamente en un área, sino en todos los aspectos de nuestras vidas.
El fallecido teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer escribió acerca de dos tipos de gracia, barata y costosa: “La gracia barata es la predicación del perdón sin requerir el arrepentimiento, bautismo sin disciplina eclesial. Comunión sin confesión. La gracia barata es gracia sin discipulado, gracia sin la cruz, gracia sin Jesucristo, vivo y encarnado”.
Así, también, hay dos tipos de purificación, barata y costosa. La purificación barata da prioridad al cuidado de la reputación, pensando que los procedimientos en sí son suficientes. La purificación barata no logra corregir la visión distorsionada de que proteger a la iglesia del escándalo significa proteger al pueblo de Dios de la verdad. La purificación barata se hace la vista gorda ante una cultura que cree que los obispos están más allá de la rendición de cuentas, o que ser miembro del clero ofrece el privilegio de mandar sobre los débiles. Esta purificación no cuesta nada y no hace exigencias a la iglesia o a mí como obispo.
Nuevamente, pasemos a Bonhoeffer para comprender el significado de purificación costosa a medida que él escribe acerca de la gracia costosa: “La gracia costosa nos confronta como una llamada amable a seguir a Jesús, viene como una palabra de perdón al espíritu quebrantado y el corazón contrito. Es costosa porque obliga a un hombre a someterse al yugo de Cristo y seguirlo; es amable porque Jesús dice: ‘mi yugo es fácil y mi carga ligera’”.
Nosotros naturalmente dudamos en pagar el precio de esta conversión y preferimos hacer acuerdos fáciles. Recuerden las palabras de de Lubac: “Todos, en un momento u otro, nos hemos atrapado a nosotros mismos con las manos en la masa… tratando de servir a una causa santa por medios dudosos”.
¿No fue esta la purificación barata del encubrimiento? ¿No fue esto mirar para el otro lado cuando señales de advertencia exigían atención? ¿No fue esto fallar en hacernos responsables unos a otros como obispos? ¿No fue esto la flojera moral de creer que las políticas en un pedazo de papel serían suficientes?
Una purificación costosa no se contenta a sí misma con políticas fuertes de una manera que se endurezca en trámites procesales. Esta manera de pensar lleva a la complacencia. La urgencia en nuestra conversión es el distintivo de la verdadera purificación.
Esto no quiere decir que las diócesis y todas las instituciones que cuidan a los niños no deban mantener estrictos procedimientos para mantener a los jóvenes seguros, para llegar a las víctimas-sobrevivientes y para responsabilizar a los líderes. A lo largo de todos los sectores de la sociedad, esto es fundamental. En la iglesia, significa prohibir del ministerio a cualquier persona que sea un peligro para los niños y responsabilizar a aquellos que fallan en su deber sagrado de proteger a los vulnerables.
Pero esto es solamente donde comienza la conversación. La necesidad más profunda es que aceptemos y paguemos el precio de nuestro llamado personal a la conversión.
Finalmente, mientras reflexiono en ese primer encuentro que tuve con una víctima-sobreviviente, se me ocurre a mí que una señal de la auténtica purificación a la que estamos llamados es la transparencia, el cuarto elemento. La transparencia abre nuevas posibilidades de sanación para aquellos que fueron heridos por el abuso y la iglesia entera. ¿No es esta la manera en que Jesús presenta la purificación? Él la aborda como una apertura a la nueva creación hecha posible por la misericordia de Dios.
Ser abierto, honesto y transparente con la gente cuando sea que ocurra el abuso y a medida que descubrimos fallas pasadas, tiene un efecto liberador. Al ser abiertos con nuestro pueblo lo tratamos con respeto y al mismo tiempo admitimos nuestras limitaciones y nuestra necesidad de su ayuda. Esto también es verdad en los casos en que descubrimos los encubrimientos del pasado. Ya no tenemos que pretender que los líderes de la iglesia no fueron capaces de tomar malas decisiones. Cuando confrontamos el pasado con claridad, descubrimos la profunda sensación de expiación y humildad que reconoce que el pecado ha invadido el núcleo de nuestra vida eclesial. La transparencia nos da la libertad que necesitamos para la auténtica purificación.
La ceguera al pecado institucional siempre nos impide reconocer la presencia del mal en medio de nosotros. En ninguna parte es esto más obvio que en el caso del abuso sexual de menores, cuando los demonios del corazón y el alma humana lisiaron nuestra capacidad de responder como debíamos, y a reformar verdaderamente nuestras vidas en Cristo. Hay mucho en juego para nosotros si fallamos en la búsqueda de este tipo de purificación en nuestro ministerio. No solamente continuaremos dañando nuestra credibilidad, sino que como la periodista Steinfels advirtió a los obispos en 2002, arriesgamos nuestro ministerio ante el Señor. Afirmando su creencia de que las puertas del infierno no prevalecerán, Steinfels dijo que tenemos que reconocer las maneras en que las puertas del infierno han hecho avances de maneras sutiles. “Las puertas del infierno”, dijo, “también podrían ser pasajes cotidianos más modestos, carentes de dramatismo, a través de los cuales fácilmente nos deslizamos por un acto furtivo de comodidad, cobardía, silencio o pereza, como por algún acto audaz de rebelión”. Steinfels luego instó a los obispos a protegerse contra el autoengaño en este momento y a escoger otro camino hacia adelante, el camino a la purificación que viene en la transparencia.
Quiero concluir con dos imágenes que unen estas reflexiones sobre la auténtica purificación necesitada ahora. La primera viene en una historia breve titulada “Revelación” de la novelista Flannery O’Connor. La historia termina con una escena en la cual una cristiana supuestamente recta es sorprendida por una visión de la vida eterna en la cual todas las personas que ella creía indignas estaban marchando al cielo sin ella. Ella reconoce que la pureza que cultivaba no era la pureza que Dios quería para su pueblo. De una manera profunda, llegó a ver que las personas a las que ella había despreciado eran las que Dios favorecía. La diferencia fue que ella persiguió una pureza en sus propios términos. Los otros emprendieron la travesía juntos. Entonces, también, debemos seguir un camino hacia adelante en solidaridad con aquellos lastimados, sabiendo que lo hacemos en respuesta al llamado purificador del Espíritu Santo.
La segunda imagen viene a la mente mientras reflexiono sobre la palabra “sincero”, y su derivación de las palabras del latín “sine” y “cera.” Algunos han dicho que esta es una referencia a la manera en que la cera era usada para cubrir los defectos o dar brillo a las esculturas de mármol. Esto permitía al escultor hacer su trabajo menos exigente y menos costoso. Algunos etimologistas disputan esta afirmación, pero la idea mantiene poder en este contexto. Así como la luz del sol derrite la cera y expone los defectos que hay debajo, también este momento del abuso de los pequeños de Dios revela nuestra necesidad de reconocer nuestras propias fallas. Es un recordatorio de que la pureza auténtica cuesta algo. Pero también nos recuerda que, así como el sol sale todos los días, la verdad siempre saldrá a la luz. Somos tontos al pensar que podemos jugar el juego de ecitosconder las fallas entre nosotros.
La purificación a la que estamos llamados como iglesia y particularmente como sucesores de los apóstoles, constituye una fuente firme de esperanza, no de desaliento. Debemos ser valientes al dejar claro que tolerar el abuso sexual del clero está en total contradicción con el núcleo del mensaje del Evangelio. Al reconocer esa verdad, comenzamos a responder al llamado a ir hacia adelante en el camino de la purificación eclesial con solidaridad, sinodalidad, conversión y transparencia. De esta manera, nos convertimos cada vez con más fuerza en el sacramento de Jesucristo que la iglesia encarna.
Y entonces, depende de nosotros el responder a este llamado. Seamos audaces al hacerlo.
Gracias.
Cardenal Blase Cupich
Arzobispo de la Arquidiócesis de Chicago