Qué tristeza grande me provoca el que se pierda la antífona de entrada en la mayoría de nuestras celebraciones de hoy. Es una doble cita al libro del Apocalipsis que tiene sabor triunfal (Apoc 5, 12 y Apoc 1, 6). La misma indica que el poder, la riqueza, la fuerza y el honor han de ser tributados al Cordero inmolado; y, a su vez recuerda, que a Él pertenecen la gloria y el imperio para siempre.
Cuando señalo que me da tristeza, lo hago porque ella es una manera maravillosa de ubicarnos en el contexto sublime de la solemnidad y evitaría perdernos en conceptos y estructuras de imperios y poderíos humanos. Una mejor sintonía con el espíritu de la celebración de Cristo Rey del Universo es casi imposible.
Hablando de reinos, el de Cristo queda figurado en la unción de David como Rey de todo Israel que nos ofrece la primera lectura (2 Samuel 5, 1 3). A la misma no se le escapa la referencia de la llamada a ser “pastor”. Conjugando eso de ser rey y eso de ser pastor. Referencia también sugerida en el libro del Apocalipsis (cfr. Apoc 7, 9-17). No cabe duda que, aunque la unción de David se da en un marco de comunidad de fe, también se evidencian las intenciones de que se desarrolle un reinado con los controles y poderes de este mundo. Hasta la referencia a los palacios de David que hace el salmista están muy en sintonía con estos criterios. Volviendo a hablar de reinos, la segunda lectura es directa en señalarnos uno que es reino de luz; al que hemos sido llevados porque hemos recibido la redención. El apóstol presenta un elenco de jerarquías celestes y terrestres para enfatizar la centralidad y la plenitud total del poseedor del reino: es decir, el Hijo. También muy en sintonía con el libro del Apocalipsis (cfr. Apoc 1, 8). Y volviendo a hablar de reinos, en el Evangelio la figura del rey aparece en un inicio en un con- texto de ironías (los soldados se burlaban de él), de cinismo (reflejado en la inscripción del letrero) y de sarcasmo (uno de los malhechores lo insultaba). Pero, finaliza con la profesión de fe del arrepentido ladrón y la inmediata bienvenida al Paraíso. Conjugando así, Jesús, el final de su vida terrena con el inicio de la vida humana; la que al principio gozaba del Paraíso (cfr. Gn 2, 15).
Quizás, ahora es el momento oportuno para hablar de “Paraísos”. La primera lectura nos puede recordar que “Paraísos” son los verdes pastos y las cristalinas aguas a las que conduce el buen pastor; paraísos son los rediles asegurados y completados con pasión, porque cuando una oveja se escapa le esperan los hombros del amante y preocupado ovejero que la conoce por su nombre y conoce la necesidad de cada miembro de su aprisco. Paraíso no es la Jerusalén terrena de las que nos habla el salmo, sino la Jerusalén celestial, la de los cielos nuevos y las nuevas tierras, en la que habitan hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación. Paraíso, es lo que sugiere el apóstol en su referencia a la creación de todas las cosas por Él y para Él. Es la plenitud de todo lo reconciliado por medio de la sangre en cruz. Paraíso es la morada del Rey Único y Eterno, víctima inmaculada y pacífica (como le llama el hermoso prefacio de esta celebración) que somete a su poder la creación entera y recreando todas las cosas entrega al Padre un Paraíso de verdad y de vida, un Paraíso de santidad y de gracia, un Paraíso de justicia, de amor y de paz.
Los vítores a Cristo Rey que no hablen de imperios y dominaciones humanas; que hablen más bien, como pedimos en la oración para después de la comunión, de reinos y paraísos celestiales donde podamos vivir eternamente con Él. ■
P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante