La familia, célula vital, ha sido zarandeada en todas las direcciones. Las virtudes que la rodeaban de honestidad, amor exclusivo y total desprendimiento están en una continua erosión porque las mentes han seleccionado lo peor para endilgárselo a la familia. El reparo ante el bien de los demás miembros ha quedado víctima de juicios débiles, de ideas peregrinas.
Los miembros de una misma familia no optan por algo por capricho, a escondidas, bajo una fraseología que aterra: él tiene libertad para hacer lo que quiera, pero pertenece a mi corazón. Esa sambumbia de despojo de la hermandad primaria para colocarse en fría realidad de compadres en porfía, acecha el amor compartido y la sinceridad augusta.
Fluye un pensamiento matizado de pura retórica, a conveniencia. Después que todos estemos bien y en “servicio” al país no hay que pensar en lo correcto, ni en lo que la gente comente. La tendencia es a elevar la política a non plus ultra, lo demás es arreglable en un intercambio de confeti ante el público.
Es traumático tergiversar la verdad y vivir a orillas de la conveniencia. Querer derribar la venerable relación respetuosa entre la familia equivale a derogar la ley del amor y convertirla en un simple aperitivo para los días de euforia política. Antes que el acecho político, están los vínculos familiares que representan una lealtad y una elegancia fraternal.
Falta la altura de miras y el noble deseo de servir en un puesto público al tratar de convertir las aspiraciones políticas en feudos privados. No debe ser el revanchismo ni el oportunismo lo que se esgrima en argumentos más débiles para quedar bien ante un pueblo necesitado de voces claras y mentes ágiles que deslumbren por sus ideas y propósitos.
La familia, defendida y custodiada por el Papa Francisco, exige una cordial mirada, un respeto solemne. Tratar de destruir lo que queda de bueno y santo es fomentar el individualismo y propiciar la irresponsabilidad. Solo respetando ese núcleo vital de la sociedad podremos afianzar la paz, la justicia, la alegría de vivir juntos. Queda, pues, eliminar todo lo que desorienta y propiciar el buen gesto que alegra y da sentido a la vida.