La pandemia ha mermado nuestras visitas al cine. En mi caso, puedo contar las veces con los dedos de la mano. No obstante, hay una película que me ha conducido al cine en dos ocasiones: Father Stu. La primera de ellas fue con mi mamá y, la segunda, con un grupo de feligreses. En este rodaje hay valores profundos y perennes. Hablamos de una película que está basada en la vida real, en esa vida cruda e inesperada, donde no siempre las cosas tienen un final programado. Hablamos de unos hechos que desembocan en la transformación del corazón de más de una persona. 

Vemos cómo la ambición culmina vencida ante el descubrimiento de un nuevo propósito. De un adulto boxeador que intenta incursionar en la actuación, de un hombre que entra a la Iglesia por ganarse el “amor” de una chica, sale un sacerdote. Pero, ¿cómo será posible aquello que en los cálculos humanos no encaja? Simplemente, porque Dios todo lo hace bien, porque Él todo lo prevé para la santificación de sus hijos.

Stu había sido herido en su niñez. Perdió a su hermano Stephen de tan sólo 6 años. Su padre lo insultaba y menospreciaba. Creció en una familia hostil a la fe. Todas esas llagas las llevó a su vida adulta cuando lo vemos intentando llamar la atención de sus espectadores. Como bien dice Stu, mientras se preparaba para ser sacerdote: “todos hemos dañado y también nos han dañado”. Por tal razón, hace falta tocar la llaga de la niñez o, mejor dicho, permitir que Dios la toque para que podamos cicatrizar y sanar. El protagonista logró encontrarse consigo mismo porque antes tuvo una experiencia personal con Dios Padre. Solamente así pudo perdonar y servir de instrumento para la sanación de muchos a su alrededor.  

La sanación más grande que Dios realiza es la del corazón humano, esa que se da cuando una persona se convierte al Señor. En la transformación interior de Stu intervino Santa María. ¡Alerta de spoiler! Después de su accidente, la Madre de Dios le dejó saber que no moriría, que Jesús le amaba, al igual que a su hermano Stephen. Aquí comienza su cambio radical. Si antes había dado pasos cristianos mediante intenciones torcidas, ahora inicia su vuelta sincera a Dios. Si antes había intentado persuadir a la joven católica para lograr su objetivo, ahora le habla con franqueza sobre su deseo de ser sacerdote, aunque ello conlleve romperle el corazón. 

En esta película se ilumina la realidad del sufrimiento. Stu, luego de haber pasado la zarza y el guayacán para ordenarse sacerdote, pronuncia una homilía en la que comparte estas palabras: “mi sufrimiento es un regalo”. Así es, el sufrimiento es un regalo de amor para aquellos que lo padecen. La Escritura afirma que Dios prueba a los que ama (Proverbios 3, 12). Nosotros, los cristianos, no amamos a Dios porque Él nos vaya a quitar los sufrimientos, sino porque Él merece ser amado por quien es. Precisamente, cuando Stu le entregó su vida a Dios, le diagnosticaron una enfermedad degenerativa, aquella que finalmente le produjo la muerte. Su sufrimiento y tenacidad fue un tesoro para todos los que le conocieron. Por ejemplo, su padre regresó junto a su mamá, cuidó de Stu y finalmente se hizo bautizar; su madre pudo superar la rebeldía contra Dios y su Iglesia; los pastores pudieron darse cuenta de la autenticidad de su conversión, dando paso a su ordenación; su compañero sacerdote, con quien estuvo también en el seminario, pudo encontrar palabras de consuelo en medio de su frustración…

Por último, queremos concluir aludiendo a San José, hombre de Dios. Él, “siendo el padre menos importante”, supo llevar adelante la misión que Dios le confió. De la misma manera, nosotros podemos continuar esperanzados en medio de nuestros sufrimientos y esparcir con alegría la Buena Noticia del Reino. 

P. Gabriel Alonso Sánchez

Parr. Sagrado Corazón de Arecibo

Para El Visitante

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