Domingo XXVII del tiempo durante el año – ciclo B
Contexto
¿Tiene algo que decir la Iglesia sobre el matrimonio? Pues sí, porque la Palabra de Dios desde tiempo inmemorial ilumina esta institución fundamental de la humanidad. Hoy se proclama tanto Génesis 2, 18-24 como Marcos 10, 2-16, que nos presentan a Dios como creador del matrimonio y la familia, y a Jesús que nos recuerda cuál fue el plan original de Dios sobre este. El Salmo 127 nos ayuda a reflexionar sobre la belleza de la vida matrimonial y familiar.
Hoy comenzamos a leer la carta a los Hebreos (2, 9-11), preparando el camino para hablar del sacerdocio de Jesús (uno de los temas fundamentales de la carta).
Reflexionemos
¿Qué cosa es el matrimonio? Hace unos años esa pregunta hubiera sobrado, pero hoy debemos aclarar hasta lo elemental.
Socialmente, el matrimonio es un contrato entre dos personas que hasta hace poco se entendía entre hombre y mujer. Hoy es entre cónyuge A y cónyuge B. Con eso solo ya vemos reflejada la despersonalización que ataca el matrimonio hoy en día.
Todo contrato exige igualdad y alteridad entre las partes, unos bienes y unas compensaciones (dependiendo de qué se esté contratando). De lo contario no puede haber contrato. Las personas que hacen el contrato deben tener la capacidad para contratar (al menos mayoría de edad) y de cumplir aquello a lo que se comprometen mutuamente. Si no soy arquitecto no puedo hacer un contrato de arquitecto, si no soy plomero no puedo hacer un contrato de plomero. De modo parecido se debe cumplir en el “contrato” llamado matrimonio.
Pero, la Palabra de Dios nos enseña que el matrimonio es más que un contrato humano, es un don de Dios que mira al ser humano con amor: «No está bien que el hombre esté solo: voy a hacerle alguien como él que le ayude… haciendo una mujer se la presentó al hombre… El hombre dijo: “Esta sí que es…”». El varón se asombra ante el regalo de Dios, que ha creado alguien igual en dignidad (“hueso de mis huesos y carne de mi carne”), pero distinta, o sea complementaria a lo que es el varón. Sin esa complementariedad no hay matrimonio. Será otra cosa, pero no es matrimonio.
Para el bien del ser humano y la sociedad, y también de la Iglesia, ese contrato tiene entre sus requisitos la unidad o la permanencia. ¿Acaso no nos rompemos la cabeza cuando alguien no cumple con su parte en el contrato? Claro, por ello los contratos tienen una entrada en vigor, una vigencia y unas condiciones para rescindirlos. En el caso del regalo que es el matrimonio Dios le ha puesto como requisito para su bien, otro bien: El bien de la unidad, el bien de unirse para siempre para que en esa igualdad de dignidad y diversidad de ser y complementariedad se dé un mutuo enriquecimiento permanente. De esa complementariedad surge la posibilidad de transmitir la vida, que es otro don añadido al matrimonio.
La realidad es otra: fallamos, somos infieles, etc. Es verdad. ¿Eso hace que cambie el ideal?
La respuesta de Jesús, que como ha dicho la carta a los Hebreos hoy, tiene nuestro mismo origen, en cuanto que por su Encarnación comparte nuestra condición humana y entiende lo que es el ser humano mejor que nadie, es contundente. La causa de nuestros fallos, en este caso en el matrimonio, es nuestra terquedad. Pero además sentencia con claridad: “Al principio…”. Ante las dudas sobre el matrimonio, Jesús, el misericordioso, no dice que no hay problema con que se divorcien, no dice que le podemos llamar matrimonio a cualquier cosa tipo de relación. Simplemente nos remite al plan original de la creación. Como un buen arquitecto piensa que o seguimos los planos o se nos cae el edificio.
A modo de conclusión
El pasaje de hoy termina con la manifestación de ternura de Jesús a un grupo de niños. Si de verdad queremos a los niños y en ellos el futuro de la humanidad, debemos tener claro qué es el matrimonio, qué es la familia porque a través de ella entra el Reino de Dios en la humanidad, así como Jesús entró en el mundo por medio de una familia. Sin duda habrá casos difíciles, habrá fallos en los matrimonios y familias. Hay que ver y atender cada uno en particular. Lo que nunca podremos hacer es rebajar el ideal porque ese no es el camino correcto para el bien de la humanidad.
Mons. Leonardo J. Rodríguez Jimenes
Para El Visitante