Cristo, El Señor, mártir del Gólgota, pasó haciendo el bien y curando a los enfermos. Su acción curativa era eficaz y estaba apoyada en la fe de los que recurrían a Él para caminar por la vida rebosante de esperanza y agradecimiento. Todos los que se acercaron en anhelos de luz, y de salud encontraron una piedad sin límites, un arrullo de sanación elocuente. El sí, quiero, ratificaba una vocación de servicio gratuito, de invitación a participar en la novedad de la perenne convicción de Pastor con olor a ovejas.
En su ruta de caminos primaverales dejó establecido el Reino de Dios y dejó perplejos a los prominentes sabios de aquellos entornos en lucha continua contra los virus de una religión tapizada de la normativa legalista ataviada con pequeñeces sicológicas. Sobre las creencias más degastadas se erguía la fuerza del espíritu, el medico graduado de la Universidad del amor, la humildad, la paciencia.
El Señor Jesús provee salud a manos llenas y se encarga de curar las heridas de la humanidad a través de su Iglesia que guarda y vigila los antídotos que son regalo a aquellos que se acercan con las manos extendidas y el corazón dispuesto. Se vive en íntima cercanía con el Señor Resucitado, de donde fluye toda gracia y toda salud.
Sin fe se tiende a confundir la verdad santa con estilos hechos a la medida, una especie de colección de pasajes de la Biblia que refuerza una creencia personal por encima de la de la Iglesia. Se pasa con vehemencia sicológica, dejando a un lado el proveedor más justo de la medicina que hace falta. Con Él nos curamos, sin Él nos arruinamos.
La enfermedad es parte de un todo, de una mirada solícita que acentúa la condición de peregrinos y transeúntes. A temprana edad, entre llantos y necesidades, se logra un retrato perfecto, hijos de Dios, hijo de la naturaleza humana. La mirada afectuosa de los padres y hermanos suple al corazón que recibe abrazos y besos, una afluencia de amor para los días al lado del precipicio.
El tiempo que todo lo marchita, deja una constante: somos propensos al decaimiento, a la debilidad, a la enfermedad. Sólo la vivencia del misterio de Cristo su radical abrazo hace que la recuperación sea pronto, que a pesar de los muchos miedos, podamos adherirnos al suave amor que imprime seguridad en aquellos que enfatiza las palabras vivas: “si quieres puedes curarme”.
El sanador levanta su apacible rostro sobre la multitud implorante en estos días de “hemos lanzado la red y no hemos pescado nada”. Reivindica ver a tantos suplidores de salud ofrendarse de la mañana a la noche en una actitud de perseverancia en el amor. Es a través de las manos y el corazón hermanado que se logra la sanación de tantos enfermos en los hospitales. Detrás de la oración sencilla, del cariño ágil, se toca al Jesús sanador. Siempre con nosotros, en mirada amorosa, surgen los milagros más significativos. Él no nos abandona nunca.
Padre Efraín Zabala Torres, editor
El Visitante de Puerto Rico