La inquietud mental suaviza la ruta para un horizonte de luz. Desde la infancia se comienza a diluir las pequeñas verdades en el amplio conocimiento de Dios. Ese coloquio de ampliar el yo en carestía está condicionado por un entorno tatuado de amor de los padres. Es bajo esa consigna que se crece en la mirada inofensiva, en el duelo de la adversidad y la lucha diaria.

Sobre el amor de los padres se echa a volar la libertad personal que es el conocimiento mayor. Estar bajo la tutela de unos mayores en custodia del corazón, abre el apetito de conocer, de intuir, de buscar explicaciones más claras y precisas. Es calibrar la vida desde los valores significativos, desde la inmensidad que fluye en riachuelo íntimo, en fogata que arde y quema lo baladí para auspiciar la noble perseverancia en el amor.

Ese pequeño huerto debe florecer en iniciativa de conocer el vasto mundo, lo logrado por otras generaciones, la dura lucha por conquistar la justicia y la paz. Aprender va unido a la capacidad de amar, de vivir bajo la custodia de la humildad, que es hermana gemela de la verdad. Se nace “tamquan tabula rasa” y poco a poco, a través del abrazo fraternal, de los valores familiares y amigables, se amplían las ganancias personales al constatar que el mundo es nuestro, que conocer es ampliar la mente y dar un toque de ternura y vitalidad a las cosas.

Se queja la profesora del poco interés que exhiben los alumnos para aprender a conocer. Más allá de esa decadencia conceptual, sale a flote toda una filosofía de vida que empaña el espejo en que se miran estas generaciones. La contundencia del amor por el dinero, por la vida fácil, por los sueños idílicos, desequilibra y convierte a los alumnos en aprendices de efímeros desvelos. El estudio, el sentido comunitario, la perseverancia en el bien pasan a ser recuerdos de un pasado que ya no tiene vigencia para las nuevas generaciones. Los padres han perdido su rol de aconsejar, orientar, dar un sentido a la vida y se conforman con habitar en la misma casa con sus hijos, sin decir una palabra clave de convivencia, de amor al prójimo, de lealtad a la familia y a sus compañeros de clases.

Es de público conocimiento la orfandad hogareña porque el matrimonio vive en la misma casa pero apenas disfrutan de la alegría de estar juntos, de partir el pan como expresión de amor que todo lo perdona. La indiferencia y “el yo no tengo ataduras” forman un nudo de malas acciones y peores recuerdos. Se cae en la ignorancia crasa, en el atropello del desprecio.

Aprender incluye una voluntad de servir y amar para aprender y degustar el buen juicio de los demás. Se ha fallado en dar un rumbo a nuestros niños y jóvenes y el indiferentismo sube como la espuma, corroe todo lo que toca. No hay manera de aprender la lección si el corazón está roto y el desaliento colma la vida.

Se vive para guarecerse de la mezquindad que ronda en la sociedad y que tiene como consecuencia la ignorancia y la opinión vacía.

P. Efraín Zabala

Editor

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here