Desde niños, aprendemos a mentir. Nos dicen que esas mentiritas son inofensivas. Más adelante, en la madurez, desarrollamos el arte de mentir como mecanismo de defensa. Todos mentimos, algunos más que otros. De hecho, todo el desarrollo del carácter y personalidad, dependen de cómo superamos la tentación a la cobardía. Es virtud el atreverse a aceptar las consecuencias de nuestras acciones. Se llama honradez o transparencia. Se expresa algunas veces cuando nos referimos a otros como “personas confiables”.

Un ejemplo de cómo aprendemos a mentir, sería cuando una mamá le promete a una criaturita que, si se come toda su comida, le va a llevar a un paseo en auto. Buena motivación, pero se convierte en mentira dañina, cuando no se cumple la promesa. La familia y el ambiente del hogar son usualmente los primeros maestros de la vida. Se aprende a ser honrado o deshonrado desde el comportamiento de los adultos que modelan el intercambio humano. Frustrante y de gran preocupación para unos padres es cuando poco a poco descubren que su adolescente continuamente les miente. Demás está decir que esa etapa del desarrollo es la más vulnerable para caer en el engaño.

Con frecuencia, los creyentes se olvidan de que el “No mentirás” es el octavo de los diez mandamientos (re: Éxodo 20, 16; Mateo 5, 33-37). La murmuración, calumnia, adulación, juicios falsos o negativos de los demás están todos conectados con ese mandato. El descuido de una conciencia que ya no reprende, que ya no confronta la falta de caridad hacia el prójimo, es uno de los males que más perjudican a la familia y a la comunidad de los creyentes. A mayor intimidad y confianza en la relación humana, mayor dolor y angustia ante la mentira descubierta. El mentiroso obsesivo es también, usualmente, de una personalidad y carácter narcisista. El amor egocentrista lo ahoga en su propio mundo de fantasía. Su exagerada autoestima enmudece todo sentido de la moral y ética cristiana.

La verdad se torna dañina cuando al decirla, no se toman en cuenta sus posibles consecuencias. El famoso “ser o no ser” de Shakespeare se pudiese aplicar a esa decisión de “decir o no decir” la verdad. Aquí no se sugiere la mentira como posible alternativa, si no un silencio gobernado por la prudencia. Con frecuencia, se defiende el derecho de decir la verdad con el argumento fallido de que “la verdad es la verdad y hay que decirla”. ¡Pues no! La verdad sigue siendo la verdad, pero dadas las circunstancias, momento y lugar, es más recomendable callarla.
La verdad se torna dañina cuando esa verdad es una que hiere, porque traiciona algún secreto de familia que se considera necesario y obligado. Por ejemplo, cuando el delatar que un hijo es adoptado y no natural. Si desde el inicio, sus padres adoptivos optaron por no comunicárselo a la criatura a temprana edad, ¿quién tiene derecho a violar ese secreto? ¿Quién se perjudica más ante una situación tan delicada?

La verdad es dañina cuando un vecino o compañero de trabajo, acusa a un indocumentado. Por algún disgusto personal ocurrido, se delata la verdad de una persona honesta y sacrificada, solo porque entró al país sin documentos apropiados. Lamentablemente, esta situación se da con
demasiada frecuencia en el Norte. ¡Esa verdad clama al Cielo por justicia!

Daño irreparable pudiese ser también, cuando un sacerdote, abogado, doctor o algún servidor público, traiciona la verdad que él descubre a través de su servicio profesional. Es contra todo sentido de honradez e integridad, cuando alguna persona se aprovecha de otra, manipulando la relación establecida a través de la confidencialidad. La mayoría de las situaciones de este tipo de violación de la verdad, no suelen ser tan conocidas.

La verdad de la Palabra de Dios revelada es siempre sagrada. ¿Y la palabra de una verdad que esconde traición de fidelidad conyugal? Se da con frecuencia en consejería matrimonial, que uno de los cónyuges comparte que ha fallado en su lealtad. Buscando ayuda, la parte infiel, conocedora de su pareja, admite que, si esa verdad de su “mentira” es revelada, causaría el fin del matrimonio. La prudencia del consejero se siente retada ante este dilema. ¿Es este otro ejemplo de una verdad que pudiese ser dañina?

Se ha dicho que, con los años avanzados, las personas adquieren mayor sabiduría. Esto no siempre resulta cierto. Madurez es la capacidad de conocer la verdad de la realidad que se vive. El avance del tiempo vivido no garantiza ni sabiduría ni madurez. Una posible prueba de introspección sería juzgar madurez y sabiduría, al grado que se es capaz de “hablar con la verdad”. ¿Te atreves a decir la verdad, aunque sabes sus consecuencias negativas? ¿Cuán arraigada está tu conciencia en la virtud de la honestidad? ¿Tus inseguridades, tus heridas causadas en tu experiencia de crecimiento, siguen haciéndote persona cobarde ante el momento de “hablar con la verdad”? ¿Cuáles son tus “mentiras favoritas” que continuamente se repiten, ya aún sin pensarlo?

Una relación de familia, de amistad, de ambiente de trabajo, de parroquia se arriesga al descrédito, cuando la mentira prevalece y acondiciona el intercambio humano de sus miembros. Posiblemente todos lo saben, o han cuestionado la integridad de los individuos. Pero no se hace nada por cambiar.

El famoso pensamiento fatalista de que “pues, así es lavida”, carcome todo empeño de corrección. ¡Prevalece la maldad! ■

P.Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.
Para El Visitante

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