Con el corazón en la mano, a la sombra de Los Andes, el Padre Superior de los jesuitas de Santiago de Chile, se acercó a un hombre sacerdotal yacente en su lecho de enfermo. El enfermo era Padre Alberto Hurtado. El superior iba para notificarle que le quedaban pocos días de vida. El cáncer de páncreas era el avión que lo subiría a Dios. Como se dice bien en nuestras familias, “ya le han enviado el pasaje”. Era la hora suprema y dramática del fin de la vida en la Tierra.
Y como los hombres mueren como han vivido; los nervios del superior estallaron en lágrimas de sorpresa, al ver la respuesta de P. Hurtado: “Verdaderamente Dios ha sido para mí un Padre cariñoso, el mejor de los Padres”, “Ahora estoy en las manos de Dios, bendito sea nuestro Señor”. Y finalizó con una frase potente, todo un legado y un estilo de vida, absolutamente sacerdotal. Le gustaba repetir y realizar en su existencia: “La Misa es mi vida. Y mi vida, es una Misa prolongada”. Poco después celebraron la Eucaristía, recibía la comunión, y ya con Jesús como piloto dentro del corazón, lo lanzaba al Cielo.
Hermanos, San Alberto había sido fiel a la pregunta sacerdotal e ignaciana por excelencia, precisamente la pregunta que se nos hará el día del juicio, pero que también se nos hace todos los días. Allí no se nos pregunta por nuestros títulos, profesiones o cargos, tampoco se nos pedirá cuenta de nuestros éxitos o fracasos, si no: “¿qué ha hecho Cristo por mí?, ¿qué hace Cristo por mí?, ¿que hará Cristo por mí? Cristo se ha hecho, se hace y se hará Eucaristía…”. Una Misa prolongada para la vida nuestra que se realiza y concreta en la Misa: ésa es el alma sacerdotal.
San Alberto Hurtado y tantos otros santos sacerdotes que conocemos lo entendieron bien. Han sabido dejarse transformar para convertirse en Cuerpo de Cristo y darse a los demás como alimento que nutre, que alegra y que sana: “La Misa es mi vida y mi vida es una misa prolongada”. No es un juego de palabras, es una gran verdad, un misterio de salvación. De ahí que el criterio de discernimiento, de oración y ¡por supuesto!, de examen de conciencia es este: ponernos delante del Misterio que, por la misericordia de Dios, celebramos: la Eucaristía. No hay ningún otro. Él es el único mandamiento, la única Ley. La Eucaristía es Presencia actuante de Cristo. Frente a Él percibimos de nuevo su llamada, delante de Él, vestido de trigo y de uva, respondemos y nos re-constituimos en “otros Cristos” para los demás.
Por eso, puestos delante de ella, dejemos que sea el mismo Jesucristo quien nos pregunte: ¿qué he hecho por ti, qué hago por ti, qué haré por ti? Son preguntas que nos sacuden porque acarician nuestras almas sacerdotales. Con los años sabemos que nuestro ministerio está hecho de separaciones y de golpes que tienen la triste capacidad de distraernos de las caricias que el Señor nos hace. Es ahí donde nos constituye. Así ha sido la vida de San Alberto Hurtado y de tantos hermanos nuestros, sacerdotes que están en el Cielo y los que aún celebran en la Tierra. Como Jesús somos hechos de caricias y de golpes: así “se amasa” el pan del Cuerpo de Cristo.
De ahí que las lecturas que se nos regalan en esta liturgia de hoy sean todo un recuento precioso de cómo la misma Presencia de Cristo nos configura una y otra vez. Como decía nuestro Padre San Ignacio: “no el mucho saber harta el alma, sino el gustar las cosas internamente”. Gustemos pues ese espíritu que nos conduce a saborear con calidad estos obsequios: la Eucaristía y el sacerdocio.
Evidentemente es Jesús quien habla en medio de los suyos, como lo hace ahora. Dice el Evangelio: “Fue, entró y se levantó para hacer la lectura”. Cristo mismo está delante de nosotros, “levantado” para comunicarnos su Presencia. Y la “comunicación” más profunda se realiza en el silencio orante con el que es el centro: Cristo Jesús.
Hermanos, ¿nutrimos nuestra vida de silencio orante? ¿En qué o en quiénes está centrada nuestra vida? O llenamos nuestros silencios de ruidos, de competencia entre unos y otros, de esas temidas, pero famosas “murmuraciones de sacristía”. Otra amenaza es pervertir nuestro silencio escuchando las voces del pesimismo y del cansancio, del llegar a creer que esto no cambia y sigue igual… Pues eso no es tampoco “prolongar la Misa”, al contrario. La treta del pesimismo es impedir la transformación, evitar que el toque de Dios consagre y transforme la vida nuestra y la vida de los demás. Es decir de “eucaristizar” la vida y al mundo.
“Hacer de nuestra vida una Misa prolongada” es estar en sintonía con lo que Cristo nos comunica. Y eso es: “Tomen y coman, tomen y beban, este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. Nuestro Padre San Ignacio diría “disponerse” a la gracia. El “disponernos” implica limpiar los oídos del corazón, purificar esas lagañas de los ojos del alma porque ése Tomad y Comed significa: llevar la Buena Noticia los pobres, anunciar la libertad a los cautivos, la vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.
Y así lo hemos constatado, hermanos míos, de manera especial en este tiempo de prueba que nos ha tocado. Humildemente y por la misericordia de Dios, llevamos y anunciamos la Buena Noticia y el tiempo de gracia repartiendo la Presencia de Cristo hecho Eucaristía. Todas nuestras celebraciones eucarísticas en nuestras comunidades, repartiendo a Cristo en la ayuda material, en el tiempo entregado al servicio de los necesitados, contemplando y sirviendo a Cristo en el sufimiento de nuestro Pueblo. Lo sabemos bien, porque también recibimos ayudas vestidas de oración y de provisiones.
En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio instuye: “Todo es gracia que viene de arriba”, ¡y la gracia es Jesucristo! De ahí que el Evangelio de Lucas continúa con una frase enigmática, llena de expresividad visual: Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él.
La Eucaristía “cierra el libro” porque ya no hay mas que un libro abierto, ¡la Presencia de Cristo! Por eso no hay que engañarse ni cansarse frente a la Eucaristía. Se trata hermanos de la “adoración”. Sin ella nuestro silencio orante es hueco, no tiene densidad espiritual. Nuevamente este Evangelio se cumple delante de nosotros casi con una literalidad asombrosa: Jesús está sentado delante y “todos tienen los ojos fijos en Él”. Es decir, hermanos, “tener los ojos fijos en Jesús” es “fijar nuestra atención en Cristo”. Es el momento de la mirada elocuente del Señor que nos cuestiona desde el amor: “Me he hecho Eucaristía por ti”, “me he puesto aquí para que veas que estoy presente, que miro y que te escucho y mirándote te contemplo”.
Así la contemplación auténtica implica que el sacerdote es el “contemplado”, que Cristo es el que nos mira y nos contempla. Sabemos bien ese sabio adagio de devoción eucarística: “Él me mira y yo le miro”. Pero sabemos también que la mirada de Dios es penetrante, entra con su luz para iluminar nuestras oscuridades y encender nuestros retraimientos.
¿Dónde están fijos los ojos de nuestra alma sacerdotal? Pues están fijos en Jesús, en su Eucaristía, que no se agota en el altar de la parroquia sino que se despliega en los altares de nuestras gentes, que sale para ser llevado y adorado en todas partes. Para que contemplándonos, la vida se nos haga “amor y servicio”.
De ahí la importancia de ese “prolongar la Misa, de extender la Eucaristía” desde la mejor expresión espiritual de nuestro hermano San Alberto Hurtado. Se trata de “un aquí y ahora”, como es siempre la Palabra de Dios y la Sagrada Liturgia: una entrada preciosa para los misterios de la salvación donde siempre es un presente actuante, vivo y eficaz. Jesús lo dice: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».
Estamos entonces frente a tiempo de gracia, en una dimensión de salvación que va conquistando toda nuestra vida. Jesús mismo lo dice desde el inicio “El Espíritu del Señor está sobre mí”. Nosotros actualizamos y “presentamos” en el sentido profundo de la palabra esa profecía. La “Eucaristización” de nuestras propias vidas se realiza desde ése llamado misterioso al ponernos delante, que sin embargo se hace tangible con la “unción”. Todos recordamos la unción de nuestras manos, cómo una suavidad distinta perfumaba la transmisión de la gracia. Precisamente ése aroma no se quita, más bien se extiende a lo largo del tiempo y del espacio para perfumar las cosas con el dulce olor de Cristo.
Quizás hemos puesto otros perfumes que han desviado nuestra mirada y nuestro olfato espiritual. Más sin embargo, Jesús “habla” a través de ése perfume que continúa derramando. Es la continuidad de su interrogatorio de misericordia: “¿qué he hecho por ti?”. Que nuestra respuesta sea la misma de San Alberto, la misma de nuestros hermanos sacerdotes que han traído a Cristo a nuestras vidas en el perdón, en la bendición y en la Eucaristía que nos hace cada vez más parecidos a Jesús: “¡la Misa, Jesús, la Misa, tu Eucaristía, tú mismo eres mi vida y mi vida eres tú dándote a los demás!”. Amén.
P. José Cedeño Díaz-Hernández, S.J.