Me contó un feligrés que su padre no se acostaba sin antes mirar a los vecinos a ver si alguien mantenía una luz encendida a altas horas de la noche. Si observaba la luz era evidencia única de que algo pasaba o había una emergencia en esa casa. Se vestía enseguida, iba a esa casa para dar la mano para ofrecer alternativas ante la situación.

Esa forma de preocuparse por los demás era parte de un convencimiento cristiano; somos vecinos, somos hermanos. Ante las situaciones adversas, o de emergencia, se mantenía el alma en vilo, se ampliaba el corazón con el servicio fraternal y se vivía la parábola del buen samaritano como escudo en contra de la adversidad. El momento decisivo se ampliaba, se ponía a la disposición del necesitado dinero; animales, fervor sanador.

Una mera luz servía de celular para decir presente, para fortalecer al caído o enfermo. Toda la esperanza comunitaria se vertía en el compadrazgo, en los amigos, en los vecinos. La palabra dada, y el apretón de manos brotaba de la ferviente actitud, de una fe que calaba corazón adentro y se acentuaba los domingos al partir el pan en la Iglesia Parroquial.

Ha disminuido la ruta hacia los demás y se vive de alianzas pasajeras, se obvia al que vive al lado y el encerramiento sicológico refunfuña por todo. El vecino se convierte en extraño, hay que mantenerlo en la raya.  Se observa al otro desde lo banal, los defectos, desde lo obvio sin haber hablado nunca con él. Así se echa a pérdida al que estaba al lado o llegó hace unos días para ser parte de ese conglomerado vecinal.

Tener de todo, a veces en demasía, poner trabas a las relaciones vecinales. En los días de la pobreza se compartía el azúcar, la sal, la cebolla. No existía el qué dirán, “ni el pensarán que somos pobres”. Por encima de lo material, se colaba la buena disposición de servir, de entender las calamidades de la existencia. Era un privilegio compartir, remediar la situación de precariedad.

Sin la hermandad y el estoy contigo no hay apertura a un avance de participación adecuada en los recursos, que son de todos. Esa mirada de lejos, sin amplitud vecinal es puro confeti, se la lleva el viento si no tiene raíces fraternales. Han apagado las luces que intermitentemente daban vida a la obscuridad que se esparce por todas partes.

Las lecciones dadas desde tiempo inmemorial deben rescatarse para que nuestros vecinos necesitados no vivan en la obscuridad de la indiferencia. Todos somos familia, Vieques y Culebras llevan una carga muy pesada, necesitan la luz de la inteligencia gubernamental para poner coto a tanto sufrimiento.

La luz de Vieques y Culebras está prendida. Algo sucede en esos paraísos olvidados ¿Habría alguien que acepte el reto? Nuestros vecinos y hermanos esperan una contestación.

P. Efraín Zabala

Editor

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