Se nota un despliegue de indiferencia cuando el turno le toca al desvalido y desamparado. Hay preferencias sutiles y obvias durante la pandemia y en los tiempos normales, que indican la predilección por ayudar al que rebosa en prestigio y condición social. Los que llegan desaliñados y a veces cojeando, se pierden en las filas, en la indiferencia.

Se habla hasta la saciedad de que todos somos iguales, que los derechos cobijan a la multitud. Pero se olvida que siempre hay una inconsistencia mental que establece la distancia y categoría. En un tiempo los mayordomos ejercían la autoridad con un fuete, con la complacencia de que estaban sirviendo a su amo. Bajo el látigo caían los esforzados trabajadores, que pagaban con la expulsión y la pérdida de su casa.

Servir adecuadamente a los demás conlleva una gran dosis de amor, una amplia mirada que impida relegar, obviar, referir a otro día. El que llega temprano tiene que ser auxiliado por la condescendencia curativa, por un gesto hospitalario. Los que sirven en el gobierno deben ser emisarios de la prontitud, del respeto, de deseo de ayudar.

La tendencia de servir a los míos, a los recomendados, crea un disloque mental. Los que llegan por iniciativa propia y no tienen todos los documentos, reciben regaños de ocasión. Tendrán que duplicar los esfuerzos, volver otro día. Esas formas arbitrarias, junto a la burocracia, forman un binomio de inacción y poco servicio.

Siempre habrá una fila para los pobres y necesitados que se cubren el rostro con la esperanza. Para paliar el maltrato es oportuno revisitar el interés público, hacer introspección del propósito de dar lo mejor, de tener a Dios como testigo de un servicio adecuado y noble. No es propio echar cargas sobre otros y dejarlos a la vera del camino.

Las ofensas se multiplican cuando se ejerce un servicio caprichosamente, cuando las personas se convierten en anónimas por aquellos que ejercen la autoridad con displicencia. Todo ciudadano tiene derecho a exigir, a ser atendido con delicadeza y agrado. Pasar juicio sobre el que llega en harapos o fuera de moda, es estrechez mental, una forma de dividir a las personas en un juicio de antemano.

Para que el trato sea igual para todos hay que vestirse de humildad, de verdadero amor al prójimo. Se avanza en la virtud poniéndose en la situación de la otra persona, entendiendo la condición humana que es resbaladiza y requiere de una conversión de actitudes y pensamiento.

Ver a Cristo en el otro y dar un vaso de agua al que llega reclamando un servicio, es la fórmula adecuada, una lotería anticipada.

P. Efraín Zabala

Editor

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