El maestro Jesús dictó su cátedra de amor y su enseñanza perdura a través de los siglos. Desde su convicción íntima, desgranó virtud y regaló misericordia. Enseñó con el ejemplo, con la cercanía curativa. Su vida orientada a hacer el bien, estableció la lógica del prójimo como asignación perenne, como suavidad de espíritu para apaciguar el alma que tiene sus momentos de aflicción y dolor.
La excelsa cátedra pasa de generación en generación como una encomienda en derroche. Enseñar es la palabra clave, que desafía cualquier banalidad aprendida al borde del camino. La gran sabiduría está atada al amor sublime, a la parábola del Buen Samaritano, a morir en la cruz. El cadalso es lección viva, unión de cielo y tierra, realismo de sensatez y sentido fraternal.
Son los maestros los que hacen florecer el pensamiento, los que amortiguan el dolor con el estilo de suaves pedagogos. Mirar la vida desde un nosotros rebosante de energías vivas revierte en corazones ágiles, en niños y jóvenes que pulsean sobre lo enigmático para encontrar salidas airosas y servir a Dios y al prójimo. Esa tarea es impostergable y requiere de maestros, de buenos samaritanos que ayuden a ganar la batalla y fomentar la justicia y la paz.
Todo maestro debe ser cómplice de la verdad que provee libertad. Sin libertad se extravía el pensamiento, la mezquindad florece y opaca la vitalidad íntima. Maestro y alumno predicen el mañana desde la solicitud por lo bello, lo justo y lo fundamental. Un currículo, vacío de contenido o lleno de ideas frágiles solo sirve para desorientar, para dibujar un mapa carente de realidad y de fértil mirada.
En estos días en que los maestros pasan su vía crucis, la nobleza obliga a resaltar los buenos hogares de unos hombres y mujeres que de lo poco han sacado mucho, que han dado la milla extra, que se dividen en muchas tareas para cumplir con su vocación de servicio. Ese esfuerzo de mente y corazón no puede ser echado en saco roto, ni tergiversado como si se tratara de un mito orientado a falsificar la noble vocación de servicio.
Sin maestros la gallardía educacional se pierde entre la hojarasca de la insensatez. Puerto Rico no puede correr el riesgo del analfabetismo que desorienta la mente y daña la suave actitud de entender lo que produce la mente y el corazón. El ejército de maestros, disminuido en su matrícula, debe ser apadrinado por el abrazo gubernamental para elevar la educación a preocupación de todos, a urgencia comunitaria.
Enseñar el bien y la justicia es tarea siempre nueva, una dosis de virtud que cura el cuerpo y el alma. Exaltar la figura del maestro y poner de relieve su compromiso con el País es ampliar el horizonte y así calmar la mente de todas las formas de esclavitud
Padre Efraín Zabala
Para El Visitante