Mientras la olla rebosa en Puerto Rico, Haití tiene el fogón apagado. Allí se vive al amparo de la carestía, al borde de la lágrima. Tan cerca y tan lejos de la abundancia que es la orden del día en los países con alcancía mayor, con propuesta de hondo calado. Todavía la vacuna no ha hecho su regia entrada, dosis revolotean sobre el dinero y el poder. 

Escasea la preocupación por el vecino, por el País necesitado. El alarde de tenemos acorta la vista, limita la iniciativa por el otro. Partir el pan tiene fisonomía de antaño, una práctica en desuso. Los que lloran a la vera del camino son legión, punzan la justicia con sus sollozos y angustias. Esas penas interminables se tornan en grito, en fuga, en una inmigración que desgarra a los países.

El Papa Francisco ha lanzado su súplica; que los países ricos contribuyan con la vacuna a los países pobres. Se trata de equilibrar las conciencias, alargar la misericordia tan necesaria en estos días de resabios egoístas. Obviar la muchedumbre en necesidad constituye una afrenta, un desgaste de la justicia social y de la caridad.

El confort y el poseer lo último en el mercado, va unido a la felicidad, a desbalancear el presupuesto fraternal, que incluye a los necesitados y marginados. A la hora de gastar el dinero, producto del trabajo o el donado, se olvidan las reglas de prudencia y ahorro. Lo importante es lo nuevo, que la nevera rebose en mercancía, que el despilfarro se sienta profundamente.

El afán por la abundancia desmedida crea insensibilidad, ceguera, justificación. Se piensa que los que menos tienen es por vagancia, por gusto, por mentalidad. Esa forma de juzgar va atada a una complacencia con las cosas materiales, a establecer un abismo entre ricos y pobres, afortunados y desafortunados. Así se forman las clases sociales, los incluidos y excluidos.

Siempre se habla de Haití pobre, del que llora sus penas en el plan internacional. Casi en soledad, Haití narra su odisea y contradice la opulencia desde su circunstancia de necesitado de muchas cosas. Una gentil mirada será el antídoto para acelerar la ruta hacia ese País que todavía clama por la vacuna.

Nos hemos acostumbrado a la olla llena y se piensa que todo el mundo tiene la misma fortuna. Ya no sabe distinguir entre lo mucho y lo poco, la riqueza y la pobreza, lo dulce o lo amargo. Y así se enseña a los niños que piensan en un país de ilusión, en una tierra que mana leche y miel. Lo mucho precede, se convierte en el deleite universal.

El despilfarro, que se observa, está matizado por unas verdades ocultas; nosotros podemos comprar, comprar y comprar. Tirar lo vetusto y distinto viene acompañado de “mañana voy y compro otro”. Así los templos del consumismo se convierten en fincas surtidas, en mostradores que apelan al convite instantáneo y agri-dulce.

La prudencia, virtud principal, debe dirigir nuestros pasos y organizar la gran reunión de la pobreza y la riqueza.

P. Efraín Zabala

Editor

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