La ofensa social, o el resentimiento contra el cuerpo policiaco, dejan al descubierto el ocaso del agradecimiento y de la lealtad a aquellos que dan el máximo en su quehacer diario. Esta osadía perversa viene de lejos, desde los días en que se perdió la justa cercanía entre padres, maestros, policías. Esa mirada rencorosa, como si el enemigo rondara muy cerca, derrumba toda autoridad, establece la distancia y categoría.
La autoridad ha sido reducida a simple observadora de la escena. Los elegidos para ejercer un cargo de autoridad tienen que anonadarse de tal manera que a veces pasan desapercibidos, como mirando y dejando pasar. La tolerancia es poca y aquel anhelo de llevar el uniforme de los pequeñines en corazón limpio, ha sido extraído del catálogo vocacional.
Se cae en el desprecio de los que sirven a través de la mirada enojada, de un resentimiento que penetra todo el álbum familiar y social. Ponerse en el lugar del otro como custodio, ha pasado a ser una débil pretensión, una intromisión que marchita la relación y la hace dependiente.
Se anhela la paz social, se habla de la delincuencia, pero no hay entusiasmo para acoger y establecer lo bueno, con su disciplina y la honradez de espíritu. El desquite, el acecho, la discusión ofensiva, domina el escenario social. La palabra noble, excusarse ante un error cometido, dar una palmada como señal de arreglar una desavenencia ha sido cambiada por las armas de fuego, por el tiro con una persona como blanco.
La disciplina hogareña, con su terroncito de azúcar, ha procreado una mirada hostil para los que ejercen autoridad. Se sirve la lección del menor esfuerzo, del descanso versus el trabajo, del no doblegarse ante el que tiene la razón. Así se realza la ley del menor esfuerzo, el no obedecer a la autoridad, salirse con la suya…
Cuando un policía es asesinado se pierde un radar de luz y orden. La disciplina social disminuye, se alegran los que viven bajo el arrullo del delito, los que propician un estado de caos y confusión. Se acaba la tranquilidad y el qué será de Borinquén cubre el horizonte.
La muerte de un servidor público que arriesga su vida de mañana a noche debe inquietar al pueblo que vive de sobresalto en sobresalto. Se desinfla el anhelo de la convivencia y se piensa en otros lugares de mayor seguridad y orden.
Es tiempo de pensar, de abrir cauce a la didáctica del bien y el espíritu. De lo contrario se caerá precipicio abajo, sin policías, sin maestros, sin médicos…
P. Efraín Zabala
Para El Visitante