La locura anda suelta y deja un saldo de crueldad que amortigua los deseos y anhelos de una convivencia adecuada. Vivir a la ligera, o en saltos sicológicos, procrea una vida caótica y estéril. El andamiaje vivencial, copado de edades, sentimientos y actitudes vivas, ha perdido su equilibrio básico y abuelos y nietos, hijos y padres, madrinas y ahijados necesitan un nuevo diccionario para entenderse, para fundirse en un abrazo.
La educación formal y la hogareña han dejado atrás el catálogo de principios no escritos, pero que fluían como una catarata del amor sincero, del respeto, de la libertad. La suavidad de los corazones compartidos servía de ruta para la preocupación constante de los míos, de los mayores, de los viejitos que ahora tiene connotación de inservible o de candidatos para la eutanasia.
Las nuevas formas de vida, auspiciadas por el confort, las redes sociales y el raquítico esfuerzo, han dejado atrás la humana condición para dar vida a un concepto de familia casi mágica. Se habla de lo entrañable que fue la vida familiar, pero se hace todo lo que se puede para limitarla a una llamada, a una visita corta porque el avión le espera para ir de vacaciones a Florida o a Santo Domingo.
Esa conexión con el confort es una especie de llave maestra para abrir el perenne disfrute y dar rienda suelta a una felicidad inagotable. Siempre hay un viajecito en remojo para acabar en el estrés y el cansancio propiciado por las muchas ocupaciones. Ya no se descansa en hamaca familiar, ahora se tiende a volar bajito, a garantizar la lejanía como escondite.
Al faltar el hálito familiar se dificulta la respiración normal y se cae en espejismos y en trivialidades. Echar por la borda el equipaje de cariño, por cantos de sirena, equivale a perderse en conquistas de poco anclaje personal y emotivo. Es fácil colegir que esa persona, después de haber andado la seca y la mecca, retorna portando un eclipse de su personalidad, una melancolía que quema.
La locura hiere y obscurece el ámbito familiar y social. La melancolía por no estar cerca de los suyos se convierte en letanía, en repetición de la añoranza. Los que pierden el lazo familiar se saturan de un mundo en desorden, de la cantaleta del tener, del trato cruel que es un menú de cosas tóxicas, de residuos enfermizos.
Permanecer dentro de los afectos familiares es ganar la batalla. El padre, la madre y los hermanos hacen que la herida emocional cicatrice pronto. El amor y la condescendencia son aliados de lo justo y lo noble. El perdón hogareño es bálsamo, medicina que penetra hasta el corazón. Sin los afectos, y el regañito de papá y mamá, la herida queda sin cicatrizar y se convierte en espina que punza el sentimiento. La cordura amplía el horizonte y añade amor a la vida.
P. Efraín Zabala
Editor