“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido”, (San Lucas 4,18).
La palabra de Dios que hemos escuchado nos habla de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para servir al pueblo fiel de Dios; su unción es para atender a los pobres, a los cautivos, a los oprimidos… Jesús claramente nos lo dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor”.
También nosotros queridos hermanas y hermanos por el Bautismo y la Confirmación hemos sido ungidos para continuar la misión que Jesús inició, anunciando en medio de un mundo golpeado por tantas situaciones difíciles, la misericordia, la compasión y la ternura de nuestro Dios.
Es por eso que la Iglesia animada por el Espíritu Santo está invitada a prolongar en la historia la acción salvadora de nuestro Dios, que nos invita, como lo hizo Jesús, a salir hacia las periferias existenciales, “hacia los pobres”, a ir donde los seres humanos se sienten maltratados, golpeados, solos, abandonados, desolados, desorientados. Sí, el Espíritu, nos impulsa a no quedarnos de brazos cruzados, a lanzarnos sin miedo a la calle, a proclamar el amor de nuestro Dios, y sobre todo hacerlo presente a través de nuestras obras llenas de misericordia.
El Espíritu nos mueve a una conversión pastoral, a ser Iglesia Misionera, en salida, pobre para los pobres, samaritana, servidora, pascual. Iglesia abierta a su acción, que promueva la comunión entre todos y establezca un diálogo con el mundo. Iglesia que anuncie con alegría que en Jesucristo, hay para todos los hombres y mujeres; Vida, y vida en abundancia.
El Papa Francisco cuando explica esta expresión, Iglesia Misionera en salida, dice: “la Iglesia nació católica, esto quiere decir que nació «en salida», que nació misionera. Si los apóstoles se hubieran quedado ahí en el cenáculo, sin salir a predicar el Evangelio, la Iglesia sería solamente la Iglesia de aquel pueblo, de aquella ciudad, de aquel cenáculo. Pero todos salieron por el mundo desde el momento del nacimiento de la Iglesia; desde el momento que vino el Espíritu Santo. Y por esto la Iglesia nació «en salida», es decir, misionera”.
De esta convicción brota la necesidad urgente que tenemos de una conversión pastoral que nos impulse como Iglesia misionera a caminar junto al pueblo hacia la santidad. Conscientes de que la santidad “no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales, políticos de nuestro pueblo, y mucho menos una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual”.
La santidad, queridos hermanos y hermanas, “es vida nueva en Cristo y esto incluye la alegría de comer juntos, el entusiasmo por progresar, el gusto de trabajar y de aprender, el gozo de servir a quién nos necesite, el contacto con la naturaleza, el entusiasmo de los proyectos comunitarios, el placer de una sexualidad vivida según el Evangelio, y todas las cosas que el Padre nos regala como signos de su amor sincero”, (Da 356).
Hermanos presbíteros, sirviendo y acompañando a nuestro pueblo es como avanzamos por el camino de la santidad. Las promesas sacerdotales que en breves momentos vamos a renovar, son una nueva oportunidad que el Señor nos brinda para reafirmar nuestra entrega y nuestra opción de llegar a ser, no funcionarios de la iglesia sino Pastores santos, ungidos por el Espíritu, que ayudan al pueblo a encontrarse con el Dios Misericordioso que se ha manifestado plenamente en Jesucristo.
Elegidos y ungidos para acompañar y guiar al pueblo en el camino de santidad, siguiendo los pasos de Jesucristo, estamos llamados a ser testigos creíbles, modelos para el pueblo que se nos ha encomendado, servidores incondicionales del Reino.