Ad maiorem Dei gloriam” es la expresión, cual grito jubiloso, que los jesuitas suelen expresar al finalizar documentos y estudios teológicos. Significa “Para la mayor gloria de Dios” y está atribuida a su fundador, San Ignacio, como su autor.  Para muchos hunde sus raíces en la expresión paulina que aparece en la primera carta a los corintios. Versos que leemos como segunda lectura (1 Cor 10, 31-11, 1) en esta celebración y que, bien, pueden aportar una síntesis especial a toda la liturgia de la palabra.

Es cierto que, rápidamente, pudiera parecer que la protagonista destacada de las lecturas de este domingo es la indeseada lepra. Lo concebimos en los pocos versos de la lectura del Levítico (Lev 13, 1-2. 44-46). En ellos se contienen unas indicaciones muy concretas sobre el manejo de la enfermedad y no deja de asombrar la imposición del indignante grito de impureza. El salmista (Sal 31) ofrece un tono más refrescante con su grito ahora jubiloso (como si de un jesuita se tratase) de liberación, de perdón, de ser absuelto de culpas y pecados. En las expresiones del salmista se descubre a los justos como aquellos que no tienen enfermedad alguna, aquellos sanados de cualquier falta.

Convergen en la página evangélica (Mc 1, 40-45) las realidades de pecado y enfermedad con las realidades de perdón y sanación. Un leproso que, violentando las reglas, se acerca a Jesús; y éste quien, también rompiendo las normas, extiende su mano y le toca. Y no es que Jesús sea un desobediente, es que la máxima en su vida será siempre la caridad y la gloria del Padre. Sanarle es ofrecerle la oportunidad de salvación. Jesús mira la situación con óptica de verdadera religiosidad, no desde el mundo médico o meramente civil. Por eso, desde la victoria del amor, Jesús es el verdadero dador de vida. La enfermedad es ocasión propicia para redimir; sanar es signo elocuente de resurrección. No fuerzo los textos si miro a Jesús haciendo lo que hace para la mayor gloria de Dios, su Padre; que no quiere que ninguno se pierda (cfr Jn 6, 39), sino que tenga vida y la tenga en abundancia (cfr Jn 10, 10). Ahora toca a nosotros seguir el ejemplo de Cristo, como nos sugiere Pablo, y hacer todo, como San Ignacio: para la mayor gloria de Dios.

Para la mayor gloria de Dios nuestra lucha en favor de la justicia, reconociendo que compete a todos y que todo acto de injusticia, por diminuto que sea, debe inquietar nuestras conciencias. Para la mayor gloria de Dios la lucha contra las enfermedades del alma y la sanación siempre vista como gracia; por eso el anuncio de la buena nueva desde la plenitud del amor seguirá siendo una urgencia en la vida cristiana. Para la mayor gloria de Dios el que arrepentido busca perdón y no encuentra en sus hermanos jueces inmisericordes de duras sentencias, sino amables compañeros que celebran la conversión como resurrección. Para la mayor gloria de Dios los que compadecidos, ayudan; los que no se sientan a esperar a que los llamen, sino que son capaces de observar los espacios vacíos de amor y están siempre dispuestos a llenarlos. Para la mayor gloria de Dios los que sin miedo alguno tocan el dolor del otro; los que comunican la resurrección como sanación definitiva. Para la mayor gloria de Dios el sacerdote que no se convierte en esclavo de protocolos sino que siguiendo el ejemplo de Cristo, como enseña Pablo, acoge al homosexual abandonado por su familia, abraza al hijo de la madre soltera y no pone impedimentos a que tenga experiencia de Dios; que sonríe con los ateos y, sin juegos de pérfida diplomacia, sabe compartir su propia mesa con ellos; que acaricia al pordiosero como signo elocuente de las estructuras injustas que son ignoradas por muchos; que canta alegres alabanzas cuando el templo está repleto y del mismo modo cuando no lo está. Sí; todo, para la mayor gloria de Dios. Sí… todo y solo para ello!!!!

 

P. OvidioPérez Pérez

Para El Visitante

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