El 11 de febrero, la Iglesia conmemora la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, a ella, patrona de los enfermos, la Iglesia encomienda a todos los enfermos y nos recuerda la obligación que tenemos de cuidar de ellos, con este motivo se celebra la Jornada Mundial del Enfermo. La Jornada Mundial del Enfermo es también una ocasión para ayudar al enfermo a valorar el sufrimiento, como un medio para acercarse al sufrimiento de Cristo. Toda persona que sufre, incluyendo al enfermo, es parte esencial del cuerpo de Cristo.
La Doctrina social de la Iglesia hace hincapié en el respeto inalienable a la dignidad humana, desde la concepción hasta la muerte natural, por eso destaca la importancia de proteger la vida y de proveer condiciones adecuadas a los enfermos y minusválidos. Leemos en el Compendio de la Doctrina Social (148): “Las personas minusválidas son personas plenamente humanas, titulares de derechos y deberes. A pesar de sus limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre…. ha de ser ayudada a participar en la vida familiar y social en todas las dimensiones y en todos los niveles accesibles a sus posibilidades”. Nuestra responsabilidad hacia los enfermos y minusválidos, no se limita al aspecto físico de su condición, sino que abarca además, el componente afectivo y espiritual.
Jesús nos dice que aquellos que sufren han de considerarse bienaventurados, porque recibirán consuelo, (Mateo 5,4). A los ojos de la fe, la enfermedad es una oportunidad de crecimiento espiritual. El enfermo se da cuenta de que depende completamente de Dios y descubre, aún en el dolor, el Amor de Dios, que nunca se acaba, y que se hace realidad a través de la Iglesia. Ante el dolor humano, nos recuerda el Papa Francisco en su mensaje de la Jornada Mundial del Enfermo del 2020, la Iglesia debe de ser expresión de apoyo, acogida y consuelo. Esta expresión se da, no solo por las instituciones caritativas de la Iglesia y los voluntarios en centros de servicio de salud, sino también por el apoyo y solidaridad con el enfermo y con su familia, que deben demostrar todos los miembros de la Iglesia (Mateo 25, 36).
La sanación de los enfermos fue una de las actividades más importantes en la vida pública de Jesús. La sanación que ofrecía, no solo era una del cuerpo, sino también del espíritu. La curación se convertía en oportunidad para abrazar la fe en Cristo y conseguir una vida plena. Esa misma esperanza se debe infundir en los enfermos, especialmente aquellos con enfermedades terminales. Muchos cristianos han podido internalizar plenamente el significado de la fe ante una enfermedad. La persona enferma necesita apoyo y amor, sentirse parte de su familia y de su comunidad. En nuestro acompañamiento debemos recordar a los enfermos que la Iglesia necesita también de ellos, de sus oraciones, del ofrecimiento de su sufrimiento.
El dolor y el sufrimiento, la enfermedad o la pobreza no son castigos. Tampoco pueden convertirse en causa para no lograr desarrollarnos espiritualmente. Jesús nos enseñó que es el amor, lo que nos permite alcanzar la plenitud de vida. Por eso la aceptación, con amor, del sufrimiento que conlleva una enfermedad, nos puede llevar a la madurez espiritual. Haber sufrido nos enseña a solidarizarnos con los que sufren, a poder entender sus situaciones y a brindar a su vez consuelo a los que lo necesitan. Como Iglesia, tenemos que reconocer el valor de los enfermos, que con sus oraciones pueden ganar almas al Cielo. El sufrimiento, para el enfermo, puede ser una ocasión de crecimiento espiritual, para el resto de la Iglesia es una ocasión de practicar la solidaridad, de probar nuestro amor y de vivir la misericordia. Nuestro deber es acompañarlos en su soledad.
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Nélida Hernández
Consejo de Acción Social Arquidiocesano Para El Visitante